Ladrones de Palabras
Por Maite Rico
Letras Libres
(España), no. 33,
Junio de 2004.
El
día que leí que a Bugs Bunny le habían censurado por llamar “tonto” a un
esquimal comprendí que estábamos perdidos. “Contenido racial ofensivo”, esgrimó
la cadena de dibujos animados Cartoon Network para cargarse ese episodio y una
docena más. Ignoro cuántos esquimales se sentirían ultrajados por las bromas de
un conejo idiota. Ignoro igualmente si la empresa secuestraría los capítulos
donde los burlados son hombres blancos: Bugs Bunny no solía hacer distingos.
Generaciones de todos los colores crecimos con sus aventuras sin manifestar
traumas emocionales ni crisis de identidad. Pero los guardianes de la
corrección política se multiplican y nos acechan. El oscuro manto del
fundamentalismo biempensante se ciñe sobre nosotros, amén.
Desde la CNN, una pareja de
jóvenes asépticos e insípidos nos advierte con severidad: no cuenten chistes ni
hagan bromas sobre religiones o razas, porque pueden generar prejuicios a los
hijos. Uno pensaría que el humor es una de las manifestaciones más luminosas de
la inteligencia, que la tolerancia no se inculca con censura y que, después de
todo, es mejor satirizar al prójimo que liarse a tiros con él. Pues parece ser
que no. Las palabras son perversas. El humor negro debe tornarse blanco. A mi
tío Juan, cojo por polio infantil y contador inagotable de chanzas sobre
minusválidos, tendré que encerrarlo en un armario, con Woody Allen y la niñera
judía del canal Sony. Se acabaron los chistes de monjas, chinos y niños
talidomídicos. Otra culpa más para añadir al fardo que cargamos en este valle
de lágrimas.
Ya nos lo advertía recientemente
el eurodiputado Sami Naïr, entre truenos y relámpagos: “El lenguaje es
totalitario, fascista y tramposo por definición”. Qué tremendo, usted. “Las
palabras solo perpetúan la relación de fuerza que late en la vida social”. Y
ahí está como ejemplo la palabra “inmigrante”, dice Naïr, que no significa hoy
“trabajador extranjero”, sino “inferior”.
Vayamos por partes. “Por
definición”, el lenguaje no tiene adjetivos: es “el conjunto de sonidos
articulados con que el hombre manifiesta lo que piensa y siente”. O el idioma
hablado por un pueblo. O una manera de expresarse. El lenguaje traduce ideas. Y
si las ideas son fascistas, o tramposas, o lascivas, o poéticas, el lenguaje
será fascista, o tramposo, o lascivo, o poético. Existe también el lenguaje
vacío, la retórica hueca: la langue de
bois, que dicen los franceses, antecedente inmediato del discurso políticamente
correcto que nos invade.
Si hay algo totalitario “por
definición” son las generalizaciones. Volviendo a la carga semántica que Naïr
percibe en la palabra “inmigrante”, para algunos quizás tenga una connotación
peyorativa, pero para los sensatos significa, simplemente, “inmigrante”. Y
sería estupendo que nos ahorrase por un instante las cantinelas culpabilizadoras, que nos acaban de
reventar, en el nombre de Alá, a 191 conciudadanos (muchos de ellos,
inmigrantes) y la reacción de la población y de las autoridades no ha podido
ser más serena y abierta. Sabemos de hambre, emigración y exilio. Y aquí
teníamos a nuestros integristas locales, tranquilos, disfrutando de becas de
estudio, manejando locutorios ilegales o vendiendo chocolate en Parla para financiar la dinamita. Y los vecinos sin
atreverse a denunciarlos, no les fueran a llamar xenófobos.
Tan mala conciencia tenemos, que
hasta caemos en las trampas lingüísticas de los asesinos: decimos que los
terroristas que se volaron en Leganés “se inmolaron”, cual héroes homéricos,
cuando simplemente se suicidaron al no tener escapatoria. Y cuando el cadáver
del policía que se llevaron por delante fue profanado, desmembrado y quemado,
el alcalde socialista de Leganés habló de “gamberrada”.
No habíamos logrado recomponer
los jirones del alma y ya algunos académicos nos regañaban por utilizar el
término “terrorista islámico”, a pesar de que el islam es la fuente y la
bandera que esgrimen los matarifes. Y con un paternalismo reñido con el rigor
histórico, se empeñaban en buscar explicaciones políticas racionales donde solo
hay fanatismo.
Esa falsa objetividad es la que
lleva a numerosos medios internacionales a referirse a ETA como “grupo
separatista” (ni siquiera “armado”), o a considera a las FARC colombianas como
una “guerrilla” cuyas matanzas de población civil con coche bomba y cilindros
de gas son poco menos que gajes del oficio libertador. Hasta a la Unión Europea
le costó incluirlas en su lista de grupos terroristas.
Por el contrario, hay que ver
con qué rapidez se imponen ciertos giros hiperbólicos: el locutor del
telediario ya consagró la violencia conyugal como “terrorismo doméstico” o
“terrorismo de género”. Y se quedó encantado con la retórica vibrante, sin
darse cuenta de que desnaturalizar los conceptos no contribuye a entender los
conflictos.
Los guardianes de la ortodoxia
positiva se han empeñado en culpabilizar a las palabras o a quienes las usan.
Como Atila, entran a saco en el lenguaje y deciden lo que es adecuado y lo que
no, derrochando una superioridad moral que vaya usted a saber de dónde les
viene.
Me temo que, en buena parte de
los casos, la mala fe y los prejuicios solo existen en su propia cabeza. Los
biempensantes siempre piensan mal y proyectan en los demás sus propios fantasmas.
Son como esos aficionados a Freud y a los mensajes subliminales, que andan
viendo falos en los lugares más inverosímiles.
En Guatemala, hace unos meses,
un restaurante anunció su apertura con un reclamo que decía más o menos lo
siguiente: “Trabaja como negro, cena como los dioses”. De inmediato se
desataron las iras de los buenos. El diario de la progresía se llenó de
exabruptos y amenazas de boicoteo. Una de las cartas, sin embargo, felicitaba
al restaurante por un lema que, decía su autor, le había hecho sonreír. Y
remataba: “Soy negro, no me siento ofendido y no necesito que me defiendan”.
Toma ya patadón en toda la corrección política.
Para las huestes
bienintencionadas y los reyes del eufemismo ni el pan es pan, ni el vino, vino.
Al negro no se le puede definir como negro, ni al moro se le puede llamar moro,
a pesar de la etimología y del Romancero. A los enanos los convierten en
“pequeños”. Los extranjeros en situación irregular no son “ilegales”, sino “sin
papeles”. Ahora por lo visto también hay que poner la palabra “inmigrante” en
cuarentena. ¡Socorro!
Nos roban las palabras, pero
alargan innecesariamente los discursos. “Compañeras y compañeros”, “ciudadanas
y ciudadanos”… Gilipollas y gilipollos, como dice Arturo Pérez Reverte. Algunos
no dudan en convertir el género en arroba y dejan a l@s niñ@s sin sexo.
Los escrúpulos han causado
estragos en algunos periódicos españoles, que decidieron extripar de los
sucesos la procedencia de los delincuentes, por aquello de no ser acusados de
alentar la xenofobia. Y leíamos que un hombre había matado a otro, cuando en
realidad deberíamos haber leído que un colombiano había matado a un compatriota
suyo en un ajuste de cuentas entre mafias de narcotraficantes que pugnan por
asentarse en España, por ejemplo. ¿Desde cuándo los redactores tienen como
obligación moral escamotear la información a los lectores? En un ejercicio
extremo de flagelación autofóbica, llegó un titular de antología: “Jóvenes
españoles dan una paliza a un guardián del metro”. Afortunadamente, el sentido
común se va imponiendo y ya vamos leyendo las noticias completas.
No se puede tapar el sol con un
dedo, dicen los mexicanos. Después de todo, la mitad de los asesinatos
registrados en Madrid el año pasado involucró a extranjeros. Bandas criminales
de América latina y Europa del Este han venido a engrosar el florido elenco
delictivo nacional. ¿Es mejor fingir que el problema no existe y que “todo el
mundo es bueno”?
Francia lo intentó y los
resultados no son alentadores: multiplicación de las pandillas y crecimiento
del integrismo en las comunidades de origen magrebí, en paralelo con el asenso
electoral de Le Pen y el Frente Nacional: la xenofobia se alienta cuando los
problemas se ocultan con demagogia, no cuando se afrontan honestamente. Han
tenido que ser las propias mujeres musulmanas, asediadas en sus guetos, las que
se movilizaran para poner freno a un fundamentalismo que las autoridades y la
prensa se empeñaban en ignorar. Ellas sí emplean un lenguaje directo: “Ni putas
ni sumisas”, llamaron a su organización, y la prohibición del velo en los
colegios ha sido para ellas su primer triunfo.
Por cierto que los integristas
ya se han aprendido las mañas de la corrección política que nos invade. Los
manifestantes contra la ley del velo utilizaban unos lemas de la mejor causa
progresista: “Por una escuela para todos y para todas”. “Contra una sociedad de
exclusión”. Hacían suyo un discurso abierto y democrático que contradice sus
creencias más arraigadas. Detrás de esta vieja estrategia “entrista” anda Tariq
Ramadán, un intelectual musulmán nacido en Ginebra que logra disfrazar con
aires cosmopolitas su verdadera naturaleza: es la cara amable del integrismo en
Europa. Y algunos todavía le aplauden.
Finalmente, los biempensantes y
los reaccionarios comparten lo esencial: la intolerancia. No hay que
descuidarse con estos modernos Torquemadas. Empiezan robando palabras, chistes
y dibujos animados, y terminan resucitando el delito de opinión y quemando libros.
El aquelarre ha comenzado: por el banquillo han pasado ya Michel Houellebecq y
Oriana Fallaci, en París, por criticar al islam. En España unos cuantos
intelectuales prepararon la hoguera para la novela Todas putas, su autor, Hernán Migoya y, de paso, su editora. Ni las
fantasía se libra del fuego purificador. De verdad que tienen mucho peligro.
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