León Felipe: Del éxodo y del llanto


ESTA MUERTA ¡MIRADLA!
Ultima Escena de un poema histórico y dramático
-León Felipe en La Casa de España y El Colegio de México,
México, El Colegio de México, 2008-

[Fragmentos]

¡Silencio!
No digáis otra vez:
“la Historia se repite.
la vida es vuelta y vuelta,
la primavera torna
y España es siempre eterna, virginal”.
La Historia se deshace.
Un día
el palo desgastado y carcomido
de la noria se quiebra,
las ruedas ya no giran,
el agua ya no surte,
la mula vieja y ciega se derrumba,
la negra pantomima
fratricida se acaba
y el polvo es el que ordena…
¡El polvo eterno y virginal!


No se juega a la patria
como se juega al escondite:
ahora sí
y ahora nó.
Ya no hay patria. La hemos matado todos:
los de aquí y los de allá,
los de ayer y los de hoy.
España está muerta. La hemos asesinado
entre tú y yo.
¡Yo también!
Yo no fui más que una mueca,
una máscara
hecha de retórica y de miedo.
Aquí está mi frente. ¡Miradla!
Porque yo fui el que dijo:
“Preparad los cuchillos,
aguzad las navajas,
calentad al rojo vivo los hierros,
id a las fraguas,
que se pongan en la frente el sello de la
                Justicia”…
Y aquí está mi frente
sin una gota de sangre, ¡Miradla!


Vosotros, los doctores modernos,
los exploradores de la psiquis,
los loqueros,
los que pulsáis las cuerdas
heridas de los nervios
y bajáis y subís como alpinistas
por la abrupta geografía del cerebro,
¿sabéis vosotros más?
¡Podéis vosotros organizar mi llanto
o explicarme de otro modo mis sueños?
Porque no basta con decir:
es un loco… un enfermo.
Además, ya no hay locos,
ya no hay locos, amigos, ya no hay locos.
Se murió aquél manchego,
aquel estrafalario
fantasma del desierto
y… ni en España hay locos.
Todo el mundo está cuerdo,
terrible,
monstruosamente cuerdo.
Escuchadme,
loqueros:

El sapo Iscariote y  ladrón
en la silla del juez,
repartiendo castigos y premios
¡en nombre de Cristo,
con la efigie de Cristo
prendida del pecho!
Y el hombre aquí de pie,
firme, erguido, sereno,
con el pulso normal,
con la lengua en silencio,
los ojos en sus cuencas
y en su lugar los huesos.
El sapo Iscariote y ladrón
en la silla del juez,
repartiendo castigos y premios…
y el hombre aquí de pie,
callado, impasible, cuerdo… ¡cuerdo!
sin que se le quiebre
el mecanismo del cerebro.
¿Cuándo se pierde el juicio?
(Yo pregunto, loqueros)
¿Cuándo enloquece el hombre?
¿Cuándo,
cuándo es cuando se enuncian los con-
                ceptos
absurdos
y blasfemos
y se hacen unos gestos sin sentido,
monstruosos y obscenos?
¿Cuándo es cuando se dice,
por ejemplo:
no es verdad,
Dios no ha puesto
al hombre aquí en la Tierra
bajo la luz y la ley del universo;
el hombre
es un insecto
que vive en las partes pestilentes y rojas
del mono y del camello?
¿Cuándo, si no es ahora
(yo pregunto, loqueros)
cuándo,
cuándo es cuando se paran los ojos
y se quedan abiertos,
inmensamente abiertos?
¿Cuándo es cuando se cambian
las funciones del alma y los resortes del
                cuerpo,
y en vez de llanto
no hay más que risa y baba en nuestro
                gesto?
Si no es ahora,
ahora que la Justicia vale menos
mucho menos,
que el orín
de los perros;
si no es ahora, ahora que la Justicia
tiene menos
infinitamente menos
categoría que el estiércol;
si no es ahora ¿cuándo,
cuándo se pierde el juicio?
Respondedme, loqueros,
¿cuándo se quiebra y salta roto en mil
                pedazos
el mecanismo del cerebro?
Ya no hay locos, amigos, ya no hay locos.
Se murió aquel manchego,
aquel estrafalario
fantasma del desierto
y… ¡ni en España hay locos!
Todo el mundo está cuerdo,
terrible,
monstruosamente cuerdo.
(¡Que bien marcha el reloj,
es un reloj perfecto, relojero!)


Hoy va a caer mucha agua,
¡mucho llanto! Y tendremos
que ir todos sin papeles en los bolsillos
y con los pies ligeros
para nadar, para nadar sin trabas
y llegar a algún puerto.
Ya habrá espacio otro día
para cortar el cuero;
ya habrá espacio mañana
para ordenar los papeles
y juntar documentos;
ya habrá espacio,
ya habrá espacio de sobra
para contar,
para contar
todo lo que ha sucedido en este tiempo.
Ahora… tomad todos la espada
y elegid un ejército.
Hoy no es día de contar, historiadores,
es día de gestar… de hacer el cuento,
de empezar otra historia y otra patria
y… de comprarse un traje nuevo.

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De gilipollas y gilipollos


Ladrones de Palabras
Por Maite Rico
Letras Libres (España), no. 33,
 Junio de 2004.

El día que leí que a Bugs Bunny le habían censurado por llamar “tonto” a un esquimal comprendí que estábamos perdidos. “Contenido racial ofensivo”, esgrimó la cadena de dibujos animados Cartoon Network para cargarse ese episodio y una docena más. Ignoro cuántos esquimales se sentirían ultrajados por las bromas de un conejo idiota. Ignoro igualmente si la empresa secuestraría los capítulos donde los burlados son hombres blancos: Bugs Bunny no solía hacer distingos. Generaciones de todos los colores crecimos con sus aventuras sin manifestar traumas emocionales ni crisis de identidad. Pero los guardianes de la corrección política se multiplican y nos acechan. El oscuro manto del fundamentalismo biempensante se ciñe sobre nosotros, amén.
                Desde la CNN, una pareja de jóvenes asépticos e insípidos nos advierte con severidad: no cuenten chistes ni hagan bromas sobre religiones o razas, porque pueden generar prejuicios a los hijos. Uno pensaría que el humor es una de las manifestaciones más luminosas de la inteligencia, que la tolerancia no se inculca con censura y que, después de todo, es mejor satirizar al prójimo que liarse a tiros con él. Pues parece ser que no. Las palabras son perversas. El humor negro debe tornarse blanco. A mi tío Juan, cojo por polio infantil y contador inagotable de chanzas sobre minusválidos, tendré que encerrarlo en un armario, con Woody Allen y la niñera judía del canal Sony. Se acabaron los chistes de monjas, chinos y niños talidomídicos. Otra culpa más para añadir al fardo que cargamos en este valle de lágrimas.
                Ya nos lo advertía recientemente el eurodiputado Sami Naïr, entre truenos y relámpagos: “El lenguaje es totalitario, fascista y tramposo por definición”. Qué tremendo, usted. “Las palabras solo perpetúan la relación de fuerza que late en la vida social”. Y ahí está como ejemplo la palabra “inmigrante”, dice Naïr, que no significa hoy “trabajador extranjero”, sino “inferior”.
                Vayamos por partes. “Por definición”, el lenguaje no tiene adjetivos: es “el conjunto de sonidos articulados con que el hombre manifiesta lo que piensa y siente”. O el idioma hablado por un pueblo. O una manera de expresarse. El lenguaje traduce ideas. Y si las ideas son fascistas, o tramposas, o lascivas, o poéticas, el lenguaje será fascista, o tramposo, o lascivo, o poético. Existe también el lenguaje vacío, la retórica hueca: la langue de bois, que dicen los franceses, antecedente inmediato del discurso políticamente correcto que nos invade.        
                Si hay algo totalitario “por definición” son las generalizaciones. Volviendo a la carga semántica que Naïr percibe en la palabra “inmigrante”, para algunos quizás tenga una connotación peyorativa, pero para los sensatos significa, simplemente, “inmigrante”. Y sería estupendo que nos ahorrase por un instante las cantinelas culpabilizadoras, que nos acaban de reventar, en el nombre de Alá, a 191 conciudadanos (muchos de ellos, inmigrantes) y la reacción de la población y de las autoridades no ha podido ser más serena y abierta. Sabemos de hambre, emigración y exilio. Y aquí teníamos a nuestros integristas locales, tranquilos, disfrutando de becas de estudio, manejando locutorios ilegales o vendiendo chocolate en Parla para financiar la dinamita. Y los vecinos sin atreverse a denunciarlos, no les fueran a llamar xenófobos.
                Tan mala conciencia tenemos, que hasta caemos en las trampas lingüísticas de los asesinos: decimos que los terroristas que se volaron en Leganés “se inmolaron”, cual héroes homéricos, cuando simplemente se suicidaron al no tener escapatoria. Y cuando el cadáver del policía que se llevaron por delante fue profanado, desmembrado y quemado, el alcalde socialista de Leganés habló de “gamberrada”.
                No habíamos logrado recomponer los jirones del alma y ya algunos académicos nos regañaban por utilizar el término “terrorista islámico”, a pesar de que el islam es la fuente y la bandera que esgrimen los matarifes. Y con un paternalismo reñido con el rigor histórico, se empeñaban en buscar explicaciones políticas racionales donde solo hay fanatismo.
                Esa falsa objetividad es la que lleva a numerosos medios internacionales a referirse a ETA como “grupo separatista” (ni siquiera “armado”), o a considera a las FARC colombianas como una “guerrilla” cuyas matanzas de población civil con coche bomba y cilindros de gas son poco menos que gajes del oficio libertador. Hasta a la Unión Europea le costó incluirlas en su lista de grupos terroristas.
                Por el contrario, hay que ver con qué rapidez se imponen ciertos giros hiperbólicos: el locutor del telediario ya consagró la violencia conyugal como “terrorismo doméstico” o “terrorismo de género”. Y se quedó encantado con la retórica vibrante, sin darse cuenta de que desnaturalizar los conceptos no contribuye a entender los conflictos.
                Los guardianes de la ortodoxia positiva se han empeñado en culpabilizar a las palabras o a quienes las usan. Como Atila, entran a saco en el lenguaje y deciden lo que es adecuado y lo que no, derrochando una superioridad moral que vaya usted a saber de dónde les viene.
                Me temo que, en buena parte de los casos, la mala fe y los prejuicios solo existen en su propia cabeza. Los biempensantes siempre piensan mal y proyectan en los demás sus propios fantasmas. Son como esos aficionados a Freud y a los mensajes subliminales, que andan viendo falos en los lugares más inverosímiles.
                En Guatemala, hace unos meses, un restaurante anunció su apertura con un reclamo que decía más o menos lo siguiente: “Trabaja como negro, cena como los dioses”. De inmediato se desataron las iras de los buenos. El diario de la progresía se llenó de exabruptos y amenazas de boicoteo. Una de las cartas, sin embargo, felicitaba al restaurante por un lema que, decía su autor, le había hecho sonreír. Y remataba: “Soy negro, no me siento ofendido y no necesito que me defiendan”. Toma ya patadón en toda la corrección política.
                Para las huestes bienintencionadas y los reyes del eufemismo ni el pan es pan, ni el vino, vino. Al negro no se le puede definir como negro, ni al moro se le puede llamar moro, a pesar de la etimología y del Romancero. A los enanos los convierten en “pequeños”. Los extranjeros en situación irregular no son “ilegales”, sino “sin papeles”. Ahora por lo visto también hay que poner la palabra “inmigrante” en cuarentena. ¡Socorro!
                Nos roban las palabras, pero alargan innecesariamente los discursos. “Compañeras y compañeros”, “ciudadanas y ciudadanos”… Gilipollas y gilipollos, como dice Arturo Pérez Reverte. Algunos no dudan en convertir el género en arroba y dejan a l@s niñ@s sin sexo.
                Los escrúpulos han causado estragos en algunos periódicos españoles, que decidieron extripar de los sucesos la procedencia de los delincuentes, por aquello de no ser acusados de alentar la xenofobia. Y leíamos que un hombre había matado a otro, cuando en realidad deberíamos haber leído que un colombiano había matado a un compatriota suyo en un ajuste de cuentas entre mafias de narcotraficantes que pugnan por asentarse en España, por ejemplo. ¿Desde cuándo los redactores tienen como obligación moral escamotear la información a los lectores? En un ejercicio extremo de flagelación autofóbica, llegó un titular de antología: “Jóvenes españoles dan una paliza a un guardián del metro”. Afortunadamente, el sentido común se va imponiendo y ya vamos leyendo las noticias completas.
                No se puede tapar el sol con un dedo, dicen los mexicanos. Después de todo, la mitad de los asesinatos registrados en Madrid el año pasado involucró a extranjeros. Bandas criminales de América latina y Europa del Este han venido a engrosar el florido elenco delictivo nacional. ¿Es mejor fingir que el problema no existe y que “todo el mundo es bueno”?
                Francia lo intentó y los resultados no son alentadores: multiplicación de las pandillas y crecimiento del integrismo en las comunidades de origen magrebí, en paralelo con el asenso electoral de Le Pen y el Frente Nacional: la xenofobia se alienta cuando los problemas se ocultan con demagogia, no cuando se afrontan honestamente. Han tenido que ser las propias mujeres musulmanas, asediadas en sus guetos, las que se movilizaran para poner freno a un fundamentalismo que las autoridades y la prensa se empeñaban en ignorar. Ellas sí emplean un lenguaje directo: “Ni putas ni sumisas”, llamaron a su organización, y la prohibición del velo en los colegios ha sido para ellas su primer triunfo.
                Por cierto que los integristas ya se han aprendido las mañas de la corrección política que nos invade. Los manifestantes contra la ley del velo utilizaban unos lemas de la mejor causa progresista: “Por una escuela para todos y para todas”. “Contra una sociedad de exclusión”. Hacían suyo un discurso abierto y democrático que contradice sus creencias más arraigadas. Detrás de esta vieja estrategia “entrista” anda Tariq Ramadán, un intelectual musulmán nacido en Ginebra que logra disfrazar con aires cosmopolitas su verdadera naturaleza: es la cara amable del integrismo en Europa. Y algunos todavía le aplauden.
                Finalmente, los biempensantes y los reaccionarios comparten lo esencial: la intolerancia. No hay que descuidarse con estos modernos Torquemadas. Empiezan robando palabras, chistes y dibujos animados, y terminan resucitando el delito de opinión y quemando libros. El aquelarre ha comenzado: por el banquillo han pasado ya Michel Houellebecq y Oriana Fallaci, en París, por criticar al islam. En España unos cuantos intelectuales prepararon la hoguera para la novela Todas putas, su autor, Hernán Migoya y, de paso, su editora. Ni las fantasía se libra del fuego purificador. De verdad que tienen mucho peligro.


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Rayos y Centellas


Un Buen Malo
Por Santiago Roncagliolo
El País Semanal No. 1.874

L
a nueva película de Batman, El caballero oscuro: la leyenda renace, me ha perturbado. Me he identificado más con el malo de la historia, el brutal Bane, que con Bruce Wayne, ese millonario que se da aires de diva madura.
                Al empezar, lo admito, Bane tiene una punta un tanto ruda: un mercenario serbio con una máscara tipo Darth Vader, capaz de subir a un avión, romperlo en vuelo y huir por el agujero. Suena fuerte.
                Pero la película avanza. Y cuando Bane dirige su primer atentado contra el centro financiero de Nueva York, ya te empieza a caer mejor. Los diálogos tienen mérito. Un corredor de Bolsa con aire de sabelotodo le instruye al malo:
                -No hay nada que robar. Aquí no hay dinero.
                Bane responde:
                -¿Y entonces usted por qué está aquí?
                Es agudo, por lo menos para alguien que está secuestrando gente con el fin de montarla en una moto y escapar entre las filas de la policía.
             A otro empelado que trata de disuadirlo, Bane lo desengaña sin dejar de disparar:
                -¿A usted qué más le da? No es su dinero.
                -Sí lo es –le responde el otro-, es el de todos.
                Precisamente, piensas tú, ése es el problema del mundo real. Que el dinero de todos está en los mercados financieros y no hay nada aquí afuera. Y después de ese diálogo, tú estás con Bane a muerte.
                ¿Dónde está Batman? En su dormitorio con un ataque de gota. Lleva ocho años en cura de sueño. Ay, se lamenta, ya he derrotado el crimen y ahora no sé quién soy. Ese rollo existencial.

Mientras tanto, Bane toma por asalto Manhattan. Vuela los puentes. Corta las comunicaciones. Rompe con los políticos y declara la liberación del pueblo. Todo parapetado en el abrigo de piel más chic que has visto en tu vida. El look militar de los rebeldes, con sus rabiosas palestinas de colores vivos en contraste con los tonos verde oscuros, confirma que para tomar Nueva York las guerrillas sólo necesitaban un buen diseñador de vestuario.
                En este momento quiero que Bane convoque elecciones y votar por él.
                Pero la película aún no me ha contado el terrible pasado del villano, aquel niño que alguna vez fue dulce, hasta que la vida lo hirió y tuvo que endurecerse. Cuando llega ese momento, ya no sólo quieres votar por él. Quieres adoptarlo.
                A todo esto, ¿cuál es la gran meta de Bruce Wayne? Conseguir una buena pensión de jubilación. Como los banqueros. Ha perdido el entusiasmo. Ya ni siquiera financia obras de caridad. En el fondo, sólo es un playboy que va diseñando bombas de neutrones mientras escoge una chica bonita y limpia, con hobbies comunes, como sacudir a guantazos a un ejército de sicarios.

Los superhéroes siempre han dicho la verdad. Durante la II Guerra Mundial, el Capitán América representó los valores democráticos contra el Eje. Nadie como los X Men para encarnar los miedos de la guerra fría en una trama de mutantes postatómicos. El Iron Man que interpreta Robert Downey Jr. es una sátira de la industria de armas, que crea engendros para combatirlos con otros engendros. Hoy día hay superhéroes gais. Cada superhéroe representa una época y una actitud.
                Batman siempre fue el rebelde. El oscuro. El solitario. Era tan solitario que los productores le pusieron a Robin (dando lugar a numerosos malentendidos). Y era inconformista. Hay una historieta radical, Red Son, que alucina con que Superman no cae en Kansas, sino en una granja colectiva ucraniana. Se convierte en un líder soviético, ni más ni menos el sucesor de Stalin, y dedica sus poderes a la causa del proletariado. Pues bien, es esa locura, Batman es un terrorista suicida contrario al sistema comunista. No se puede ser más rebelde.
                En la última entrega de El caballero oscuro, Batman se ve reducido a una fashion victim disfrazado para Halloween. El verdadero héroe trágico es Bane. Espero que por una vez los superhéroes no digan la verdad, y que en esta ocasión, aquí en el mundo real, haya algún superhéroe dispuesto a salvarnos de los villanos de la Bolsa. 

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La Zona Fantasma


No! Este artículo no es imparcial. Todo lo contrario; es una cosa maniquea que, aquí entre nos, me encantó. No sé si por mi recién adquirido odio por el nuevo cast & crew de el Telediario; o quizá por mi (un poco menos nuevo) coraje tras la cancelación de ese programa de radio de RNE donde, puntualmente, cada madrugada (hora de España, -1 en Canarias), nuestros amigos gachupines (y muchos marroquís) marcaban para hacer las mejores preguntas y comentarios estilo "si me he metido mucha cocaína, ¿cómo me bajo el efecto?... ¡que me he metido mucha!", o el ya célebre "tengo una amante, pero por causa de la culpa no logro hacer que mi amiguito funcione... ¿qué hago?". Oh sí, y ni por un momento vayan a creer mis dos lectores (o quizá ya menos), que el consejo de la RNE era un obvio y simple "deja a la amante, quítate de culpas". No! Primero lo han mandaron a la farmacia por una pastilla azul antes que apelar a las buenas costumbres y moral cristiana... entiendo que no era un programa para mucho público (de ahí que a nadie sorprenda su envidiable horario estelar de 3 a 5 de la madrugada), pero cancelarlo nada más por eso vaya que fue una coñada! 
     En fin, pues espero les guste. Y si ya de plano no le encuentran ningún sentido (lo cual es muy probable porque creo que no lo tiene), al menos sonrían con esos comentarios tan fantásticos en contra de la Thatcher (que nunca sobran), o ya de plano ríanse de la idea del pequeño Javier de que los enfermos, ancianos, pobres y decrépitos encuentran su única felicidad en las pantallas y transmisores de la RTVE. Que, no es por hablar mal de nadie, pero la televisión española no alegra nada (excepto por Anne Igartiburu). 

P.D., se aceptan sus queridos troleos en @tve_tve
-JPB  


Las crueldades pequeñas
Por Javier Marías
El País Semanal, No. 1.875

Muy ingenuo o fatuos han de ser los políticos para no haberse hecho a la idea de que nadie los quiere y en general caen fatal. De que, si dejan de gobernar, es porque los votantes están hartos de ellos y ya no los pueden ni ver; y de que, si gobiernan, no es porque los ciudadanos les tengan confianza y les encuentren méritos, sino por el mero deseo de quitarse de encima a los anteriores. Es cierto que hay muchos políticos que, pese a todo, son fatuos (ingenuos me temo que no), pero hasta los más engreídos deben saber, a estas alturas, lo antipáticos que caen a la mayoría de la población. En vista de lo cual, parece como si casi todos hubieran decidido que de perdidos al río. ¿Resulto antipático? Pues se van a enterar los electores de lo que es la antipatía personificada.
                Y sin embargo es curioso lo que le ocurre al Partido Popular: de tarde en tarde, sus dirigentes se sorprenden y asustan del odio que han llegado a concitar. Se palpan la ropa, se ahuecan el cuello de la camisa para respirar, les entran sudores fríos, ponen cara de perplejos, se sienten ofendidísimos y, si los abuchean o les cae algún huevo, echan a correr y se escabullen por la puerta de atrás de donde estén. Les sucedió tras sus mentiras del 11-M de 2004, y durante varios años concentraron sus esfuerzos en dejar de dar miedo y en intentar atenuar su apatía natural (esto último con escaso éxito, hay empresas que trascienden la voluntad de quienes las acometen). Si algo los ayudó, fue la antipatía o estupidez de demasiados subordinados de Zapatero, que diluyó levemente las suyas. Ahora bien, en pocos meses el nuevo Gobierno del PP ha recuperado con creces el terreno perdido, y sus ministros se nos han hecho insoportables: la que no es una pava como Ana Mato, es una chuleta incongruente como Arias Cañete; el que no es un metepatas como García Margallo (muy adecuado para la diplomacia), es una vaina como Soria, que convoca a los españoles a veranear aquí porque en el extranjero hay mosquitos (!); el que no es un incompetente despectivo como Montoro, se torna un beato sádico como Gallardón, que quiere obligar a llevar una vida de sufrimiento constante a criaturas que maldecirán el día de su nacimiento, con toda probabilidad.
                Pero a los gobernantes se los llega a odiar también —tal vez más— por los daños pequeños y gratuitos. El PP no se da cuenta de cuántas personas tienen una existencia tan limitada y modesta que para ellas es de suma importancia la televisión, y en particular la estatal, que consideran propia, con razón. Entre los aciertos de Zapatero estuvo el de convertirla en algo más que decente. Su director había de ser elegido por dos tercios del Parlamento, es decir, por consenso, y por lo tanto no podría ser un energúmeno ni un fanático ni un cobista, de un bando u otro. Se consiguió que los informativos fueran imparciales y dependieran más de los profesionales que de los políticos que, sobre todo en la tenebrosa época de Aznar, los habían sesgado a su favor. Eso se tradujo en que fueran los más seguidos con diferencia, recibieran elogios y premios internacionales, y que en algunos de éstos se los juzgara mejores que los de la BBC. En vista del éxito, el Gobierno ha cambiado por las bravas el método de elección de su director, y ha llenado sus informativos de esbirros de Telemadrid: el canal con peor fama, con más protestas abochornadas de sus trabajadores, hartos de su desfachatada parcialidad, y que menos gente ve. Como en TVE había periodistas que daban confianza a los espectadores —Xabier Fortes o Ana Pastor—, se ha prescindido de ellos a toda velocidad. Pero no es sólo eso: a los ciudadanos les complacían mucho tres o cuatro series de ficción: Águila Roja, Cuéntame, La República y la cotidiana Amar en tiempos revueltos. Pues fastidiémosles eso también. En cuanto se emitan los episodios atrasados de esta temporada, Amar ya no se verá en TVE, sino, con variaciones forzosas (ay), en Antena 3, y algo semejante va a ocurrir con las demás. Todo con el pretexto de ahorrarse el chocolate del loro. Supongo que se trata de la operación habitual: se deteriora deliberadamente lo público para luego poder argüir que no es viable; se hace de lo decoroso una porquería para que las audiencias se hundan y “convenga” privatizar o eliminar lo público. Es el método de Aguirre y también fue el de Thatcher, que condujo a Gran Bretaña a su mayor decadencia. Pero la gente normal no se fija en esto: repara en que ya no puede  ver unos informativos imparciales y sin censura, ni a sus favoritos Fortes o Pastor, ni oír a los de Radio Nacional, Lucas, Garrido o Pepa Fernández. Comprueba que la han privado de lo que para muchos era su único consuelo diario, las entregas de sus series preferidas. Ancianos, jubilados, parados, pobres, enfermos, individuos con vidas ingratas, tristes y solitarias, son numerosos los que sólo disponían de eso. Al PP se le odiará de nuevo, quizá más que por sus otras despiadadas medidas, por estas crueles y pequeñas gratuitas. Y llegará el día en que sus dirigentes volverán a sorprenderse, y se asustarán. 

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