L'INÉVITABLE: Politics

Pócimas para Votar
Por Maruja Torres
El País Semanal, N° 1.782


Nunca como en esta ocasión –me refiero a las elecciones en Catalunya, pero, con matices, bien podría ampliar el espectro a cualquier otro comicio- me va a costar tanto abandonar cualquier tarea placentera –como, por ejemplo, rascarme la panza en casa- para ir a votar el próximo domingo. La pregunta a quién votaré ya ni me la planteo. Hace décadas que no voto a favor de, sino en contra de. Imagino que les ocurre a muchos de ustedes. Se acabó el principio del placer, llegó desde hace mucho el azote del deber. Y todos están muy vistos. Sabemos lo que podemos esperar de ellos, sabemos sobre todo lo que no podemos esperar.
Claramente, me encuentro en el periodo de necesitar hacerme con grandes dosis de paliativos para soportarlo. Contemplo la tarjeta del censo y me pregunto por qué no acompañan con ella un estuche con medidas de alivio para el trance. Pinza para obstruirse la nariz, con objeto de evitar el hedor a faltriquera vieja y llena de desperdicios, el hedor a lo ya visto, ya hecho, ya sollozado; una palanganita de porcelana para los vómitos que pueden asaltar al votante en cuanto ponga el pie en la calle; pastillas para la acidez estomacal, que siempre aparecen en ocasiones tales; una petaquita con vodka, para todo el rato.
Debería existir una papeleta especial para estos casos. Una que pusiera “Sí, pero…”, acompañada por otro kit, este completamente lleno de muñequitos que reprodujeran a los políticos de la lista, con sus correspondientes agujas de hacer vudú al lado. No vudú-vudú-vudú, de matar y todo eso, pero sí de proporcionar  a los interfectos exasperantes noches de insomnio durante las cuales les daría tiempo a arrepentirse de las promesas incumplidas y a elaborar firmes propósitos de enmienda. Junto a los muñecos con las efigies de los políticos deberían suministrarnos un equipo ministerial que incluyera una figurita por cargo: de presidente del Gobierno para abajo, incluyendo a subsecretarios y directores generales. Y la hostia de agujas, claro.
Retorcido, lo reconozco. Pero son momentos retorcidos en la historia de la humanidad y más aún en la de los países, solos o ayudándose los unos a los otros. Oleadas de cinismo y de hipocresía nos anegan, y eso no quiere decir que antes no existieran o que no fueran peores. No habría querido yo vivir en las épocas en que los héroes sencillos de Ken Follet construían con sus manos los pilares de la Tierra. Sin embargo, nuestra era se caracteriza por que disponemos de amplia información de los canallas per cápita que nos tocan, incluidos los que llevan capita y sotana, y ello redunda en el hartazgo. Como una de las cosas que trae consigo el exceso de noticias es la necesidad de huir hacia la indiferencia para que no nos acogote el pasmo, votar, aunque sea en contra y sin fe ni esperanza y con ya muy poca caridad, continúa siendo una acción necesaria, de las pocas que nos quedan por practicar, y para la que deberíamos organizarnos antes como es debido.
Organizarnos para exigir listas abiertas debería constituir para nosotros la prioridad más prioritaria. Que la calle fuera un clamor. Ya que no podemos erradicar el hambre del mundo, ni a los gilipollas de la política, al menos, tener la posibilidad de examinarlos previamente de una a uno. Es mucho más sencillo que arreglarles el asunto a los palestinos o a los saharauis, mucho más fácil que noquear a los gobernantes de Israel o al de Marruecos; más que impedir la matanza anual de delfines calderones en Dinamarca o el ahorcamiento habitual de galgos en España; más fácil, incluso, que ponernos por montera a los pontífices que vienen aquí a que las monjas les planchen la muda.
Imaginad. Gente en la calle, a tope, un día tras otro. Sentadas, manifestaciones. Nada de huelga: al contrario, echar horas extras concienciando al personal. Listas abiertas, abiertas, listas, abiertas, listas, abiertas, repetirlo hasta cuando se practica el sexo, entre dos platos, interrumpir a los conferenciantes y a los mitineros: “¡Listas abiertas!”. Por ahí podríamos empezar a desentumecernos. Por ahí podríamos llegar a metas más altas.
Y a volver a votar, quien sabe, sin que nos den arcadas. Y sin chuparnos el dedo. •



Los Muertos Secretos
Por Javier Cercas
El País Semanal, N° 1789

Se ha comparado mil veces la crisis actual con la crisis de 1929, pero en esa comparación siempre hay algo que, aunque sólo sea iconográficamente, parece fallar: el cine norteamericano nos acostumbró a imaginar que en los momentos álgidos del crack del 29 la gente caminaba por Nueva York poco menos que esquivando los cuerpos de los suicidas que caían desde los rascacielos. Ahora bien, ¿dónde están nuestros suicidas? ¿O es que esta crisis no provoca suicidios? ¿O es que no es una crisis tan dura como para provocar una epidemia de suicidios? ¿O es que todos hemos aprendido a afrontar la adversidad con entereza? La respuesta a estas preguntas no es que no existan suicidas, sino que existen pero no se habla de ellos: la respuesta a estas preguntas es el llamado Efecto Werther. Suicida por amor, Werther es como recordarán el protagonista de una novela de Goethe que, a raíz de su publicación en 1774, desencadenó tal epidemia de suicidios que las autoridades acabaron prohibiéndola en diversos lugares de Europa; justo dos siglos después, en 1974, el sicólogo D. P. Phillips acuño el rótulo Efecto Werther para señalar la naturaleza contagiosa del suicidio y, por temor a ese contagio, de un tiempo a esta parte los especialistas aconsejan que los medios de comunicación supriman cualquier referencia directa al suicidio: salvo excepciones, si se lo menciona debe hacerse implícita o eufemísticamente, y desde luego nunca como una salida, como una forma honrosa de solucionar las dificultades. De esa manera es, sin embargo, como aparecía en la novela de Goethe, o como aparece en algunos dramas de Shakespeare, donde abundan por cierto los suicidas; y, nos guste o no, eso es lo que es el suicidio: una salida, una forma de solucionar las dificultades, aunque no siempre sea la más honrosa. Pero es una salida; en muchos sentidos, conviene recordarlo, una bendita salida: la prueba es que, sin saber que siempre podemos recurrir a él, la vida se vuelve insoportable.
            Así que, por buenas que sean las razones para mantener la realidad en secreto, la realidad es la que es; también en lo que atañe a suicidios la crisis actual es tan funesta como la del 29. O peor. Los datos son escalofriantes. No hace mucho supimos que en 2008, el año del inicio de la crisis, hubo por vez primera en España más suicidios que muertos por accidente de tráfico: 3.457 frente a 3.021, lo que equivale a 9 suicidios diarios. Y a mediados de 2009 la comisaria europea de Sanidad, Androulla Vassiliou, declaró que una de las consecuencias de la crisis era el incremento de los suicidios, nada menos que en un 25%. Naturalmente, sería un error atribuir en exclusiva estos números a la crisis, porque los suicidios aumentan año tras año desde hace tiempo, de tal manera que, según la OMS, ahora mismo son ya la primera causa de muerte violenta en el mundo; pero también sería un error pensar que la crisis nada tiene que ver con esa escabechina voluntaria. Hace más o menos una década, Richard Rorty insinuaba que, tras décadas de aburguesamiento del proletariado, íbamos a entrar en un periodo de proletización de la burguesía; mucho me temo que ese periodo ha empezado. De 2008 a esta parte hay quien tiene la sensación de que el edificio donde vivía se ha derrumbado, de que algunos no sobrevivieron al derrumbe, de que otros están atrapados entre escombros, de que muchos no saben todavía qué ha ocurrido y sólo ven polvo, sólo respiran polvo y se están asfixiando. Es una sensación muy vívida; no sé si la experimentan quienes gobiernan, pero la compartimos muchos. Al fin y al cabo, muchos conocemos a personas que en poco tiempo han pasado de vivir casi como príncipes a vivir casi como mendigos. En un mal paso, un paso pésimo, y algunos no han podido o no han sabido darlo. ¿Quién puede reprochárselo? En el más célebre monólogo de la literatura universal, Hamlet afirma que sólo el temor al más allá impide que, ante “las flechas y pedradas de la áspera Fortuna”, los hombres terminen por su propia mano con el sufrimiento; nosotros, sin embargo, ya no creemos en el más allá, así que nos resulta cada vez más fácil ejercer esa forma trágica y extrema de libertad que es el suicidio. Contra ella poco puede decirse sin fariseísmo, salvo quizá que algún día el polvo del derrumbe se asentará y que, aunque para entonces lo único que veamos alrededor sean ruinas y nada vuelva a ser como era antes, el sol volverá a brillar y volveremos a aspirar a pleno pulmón la delicia del aire puro; también puede decirse que es un milagro maravilloso que estemos aquí, que han tenido que ocurrir millones de milagros para que estemos aquí, y que los milagros nunca se repiten.
            Esto es lo que hoy tenía que decir. Esto sólo quiere ser un recordatorio público de esas víctimas secretas, formulando como quien formula el deseo de que 2011 suavice un poco nuestra áspera Fortuna. O, en el peor de los casos, nos enseñe a afrontarla con entereza. 

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