Crisis y Suicidios.

Los Muertos Secretos

Por Javier Cercas

El País Semanal, N° 1789

Se ha comparado mil veces la crisis actual con la crisis de 1929, pero en esa comparación siempre hay algo que, aunque sólo sea iconográficamente, parece fallar: el cine norteamericano nos acostumbró a imaginar que en los momentos álgidos del crack del 29 la gente caminaba por Nueva York poco menos que esquivando los cuerpos de los suicidas que caían desde los rascacielos. Ahora bien, ¿dónde están nuestros suicidas? ¿O es que esta crisis no provoca suicidios? ¿O es que no es una crisis tan dura como para provocar una epidemia de suicidios? ¿O es que todos hemos aprendido a afrontar la adversidad con entereza? La respuesta a estas preguntas no es que no existan suicidas, sino que existen pero no se habla de ellos: la respuesta a estas preguntas es el llamado Efecto Werther. Suicida por amor, Werther es como recordarán el protagonista de una novela de Goethe que, a raíz de su publicación en 1774, desencadenó tal epidemia de suicidios que las autoridades acabaron prohibiéndola en diversos lugares de Europa; justo dos siglos después, en 1974, el sicólogo D. P. Phillips acuño el rótulo Efecto Werther para señalar la naturaleza contagiosa del suicidio y, por temor a ese contagio, de un tiempo a esta parte los especialistas aconsejan que los medios de comunicación supriman cualquier referencia directa al suicidio: salvo excepciones, si se lo menciona debe hacerse implícita o eufemísticamente, y desde luego nunca como una salida, como una forma honrosa de solucionar las dificultades. De esa manera es, sin embargo, como aparecía en la novela de Goethe, o como aparece en algunos dramas de Shakespeare, donde abundan por cierto los suicidas; y, nos guste o no, eso es lo que es el suicidio: una salida, una forma de solucionar las dificultades, aunque no siempre sea la más honrosa. Pero es una salida; en muchos sentidos, conviene recordarlo, una bendita salida: la prueba es que, sin saber que siempre podemos recurrir a él, la vida se vuelve insoportable.
            Así que, por buenas que sean las razones para mantener la realidad en secreto, la realidad es la que es; también en lo que atañe a suicidios la crisis actual es tan funesta como la del 29. O peor. Los datos son escalofriantes. No hace mucho supimos que en 2008, el año del inicio de la crisis, hubo por vez primera en España más suicidios que muertos por accidente de tráfico: 3.457 frente a 3.021, lo que equivale a 9 suicidios diarios. Y a mediados de 2009 la comisaria europea de Sanidad, Androulla Vassiliou, declaró que una de las consecuencias de la crisis era el incremento de los suicidios, nada menos que en un 25%. Naturalmente, sería un error atribuir en exclusiva estos números a la crisis, porque los suicidios aumentan año tras año desde hace tiempo, de tal manera que, según la OMS, ahora mismo son ya la primera causa de muerte violenta en el mundo; pero también sería un error pensar que la crisis nada tiene que ver con esa escabechina voluntaria. Hace más o menos una década, Richard Rorty insinuaba que, tras décadas de aburguesamiento del proletariado, íbamos a entrar en un periodo de proletización de la burguesía; mucho me temo que ese periodo ha empezado. De 2008 a esta parte hay quien tiene la sensación de que el edificio donde vivía se ha derrumbado, de que algunos no sobrevivieron al derrumbe, de que otros están atrapados entre escombros, de que muchos no saben todavía qué ha ocurrido y sólo ven polvo, sólo respiran polvo y se están asfixiando. Es una sensación muy vívida; no sé si la experimentan quienes gobiernan, pero la compartimos muchos. Al fin y al cabo, muchos conocemos a personas que en poco tiempo han pasado de vivir casi como príncipes a vivir casi como mendigos. En un mal paso, un paso pésimo, y algunos no han podido o no han sabido darlo. ¿Quién puede reprochárselo? En el más célebre monólogo de la literatura universal, Hamlet afirma que sólo el temor al más allá impide que, ante “las flechas y pedradas de la áspera Fortuna”, los hombres terminen por su propia mano con el sufrimiento; nosotros, sin embargo, ya no creemos en el más allá, así que nos resulta cada vez más fácil ejercer esa forma trágica y extrema de libertad que es el suicidio. Contra ella poco puede decirse sin fariseísmo, salvo quizá que algún día el polvo del derrumbe se asentará y que, aunque para entonces lo único que veamos alrededor sean ruinas y nada vuelva a ser como era antes, el sol volverá a brillar y volveremos a aspirar a pleno pulmón la delicia del aire puro; también puede decirse que es un milagro maravilloso que estemos aquí, que han tenido que ocurrir millones de milagros para que estemos aquí, y que los milagros nunca se repiten.
            Esto es lo que hoy tenía que decir. Esto sólo quiere ser un recordatorio público de esas víctimas secretas, formulando como quien formula el deseo de que 2011 suavice un poco nuestra áspera Fortuna. O, en el peor de los casos, nos enseñe a afrontarla con entereza. 

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Tommy Ton

Tommy Ton's Street Style

The latest dispatch from our street-shooting man at the shows

PHOTOGRAPHS BY TOMMY TON
January 17, 2011
 




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La Gallina

I thought my father was god

Paul Auster, New York, Henry Holt and Company, 2001. 
Edición en español, Creía que mi padre era Dios, Barcelona, Editorial Anagrama, 2002, 521 páginas.

La Gallina
Una mañana temprano de domingo iba bajando por la calle Staton cuando vi, a pocos metros delante de mí, una gallina. Yo caminaba más deprisa, así que pronto le di alcance. A la altura de la Avenida Dieciocho, estaba casi encima de ella. En la Dieciocho, la gallina giró en dirección sur. Al llegar a la cuarta casa se metió por el camino de entrada, subió los escalones del porche dando saltitos y picoteó con decisión sobre la puerta metálica. Momentos después, la puerta se abrió y la gallina entró.
Linda Elegant
Portland, Oregon

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Lengua Española

Discusiones Ortográficas I

Por Javier Marías
El País Semanal, N° 1792

No sé si una de las funciones, pero desde luego uno de los efectos y grandes ventajas de la ortografía española era, hasta ahora, que un lector, al ver escrita cualquier palabra que desconociera (si era un estudiante extranjero se daba el caso con frecuencia), sabía al instante cómo le tocaba decirla o pronunciarla, a diferencia de lo que ocurre en nuestra hermana la lengua italiana. Si en ella leemos “dimenticano” (“olvidan”), nada nos indica si se trata de un vocablo llano o esdrújulo, y se dice, “diménticano”. Lo mismo sucede con “dimenticarebbero” (“olvidarán”), “precipitano”, “auguro” y tantos otros que uno precisa haber oído para enterarse de que llevan el acento donde lo llevan: “dimanticarébbero”, “prechípitano”, “áuguro”. Del francés ni hablemos: es imposible adivinar que lo que uno lee como “oiseaux” (“pájaros”) se ha de escuchar más o menos como “uasó”. El inglés ya es caótico en este aspecto: ¿cómo imaginar que “breake” se pronuncia “breic”, pero “bleak” es “blic”, y que “brake” es también “breic”? ¿O que la población que vemos en el mapa como “Cholmondeley” se corresponde en el habla con “Chomly”, por añadir un ejemplo caprichoso y extravagante, y hay centenares?
            Este considerable obstáculo era inexistente en español —con muy leves excepciones— hasta la aparición de la última Ortografía de la Real Academia Española, con algunas de sus nuevas normas. Vaya por delante que se trata de una institución a la que no sólo pertenezco desde hace pocos años, sino a la que respeto enormemente y tengo agradecimiento. El trabajo llevado a cabo en esta Ortografía es serio y responsable y admirable en muchos sentidos, como no podría por menos de ser, pero algunas de sus decisiones me parecen discutibles o arbitrarias, o un retroceso respecto a la claridad de nuestra lengua. Tal vez esté mal que un miembro de la RAE objete públicamente a una obra que lleva su sello, pero como considero el corporativismo un gran mal demasiado extendido, creo que no debo abstenerme. Mil perdones.
            Lo cierto es que, con las nuevas normas, hay palabras escritas que dejan dudas sobre su correspondiente dicción o —aún peor— intentan obligar al hablante a decirlas de determinada manera, para adecuarse a la ortografía, cuando ha de ser ésta, si acaso, la que deba adecuarse al habla. Si la RAE juzga una falta, a partir de ahora, escribir “guión”, está forzándome a decir esa palabra como digo la segunda sílaba de “acción” o de “noción”, y no conozco a nadie, ni español ni americano (hablo, claro está, de mi muy limitada experiencia personal), que diga “guion”. Tampoco que pronuncie “truhán” como “Juan”, que es lo que pretende la RAE al prohibir la tilde y aceptar sólo “truhan”. De ser en verdad consecuente, esta institución tendría que quitarle también a ese vocablo la h intercalada (¿qué pinta ahí si, según ella, se dice “truan” y es un monosílabo?), lo mismo que a “ahumado”, “ahuyentar” y tantos otros.  O, ya puestos, y siguiendo al italiano y a García Márquez en desafortunada ocasión, ¿por qué no suprimir todas las haches de nuestra lengua? Los italianos escriben “ipotesi”, “orrore”, “eresia” y “abitare”, que es el equivalente a “ipótesis”, “orror”, “erejía” y “abitar”. Y dado que la Academia parece inclinada a facilitarle las cosas a los perezosos e ignorantes suprimiendo tildes, no veo por qué no habría de eliminar también las haches. (Dios lo prohíba, con su hache y tilde).
            En cuanto a “guié” o “crié”, si se me vetan las tildes y se me impone “guie” y “crie”, se me está indicando que esas palabras las debo decir como digo “pie”, y no es mi caso, y me temo que tampoco el de ustedes. Hagan la prueba, por favor. Tampoco digo “guió” y “crió” como digo “vio” o “dio”, a lo que se me induce si la única manera correcta de escribirlas es ahora “guio” y “crio” (en la Ortografía de 1999 poner o no esas tildes era optativo, u no alcanzo a ver la necesidad de privar de esa libertad). En cuanto a “riáis” o “fiáis”, si yo leo “riais” y “fiais”, como ordena la RAE, me arriesgo a creer que he de pronunciar esas formas verbales igual que la segunda sílaba  de “ibais”, lo cual, francamente, no es así. Y si leo “hui” en vez de “huí”, nada me advierte que no deba decir esa palabra exactamente igual que la interjección “huy” (tan frecuente en el fútbol) o que “sí” en francés, es decir, “oui”, es decir, “ui”. Si un número muy elevado de hablantes percibe todos estos vocablos como bisilábicos con hiato, y no como monosilábicos con diptongo, ¿a santo de qué impedirles la opcionalidad en la escritura? La RAE parece tenerle pánico a la posibilidad de elegir en cuestión de tildes (que es algo menor y que no afecta a la sacrosanta “unidad de la lengua”). Pero es que además es incongruente en eso, porque sí permite dicha opcionalidad en “periodo” y “período”, “policiaco” y “policíaco”, “austriaco” y “austríaco” (yo siempre las escribo sin tilde), lo mismo que en “alvéolo” y “alveolo”, “evacúa” y “evacua” y otras más. ¿Por qué no permitir que cada hablante opte por “truhán” o “truhan”, como aún puede hacerlo (por suerte) entre “solo” y “sólo”, “este” y “éste”, “aquel” y “aquél”? La posibilidad de seguirles poniendo tildes a estas palabras no es para mí irrelevante. ¿Cómo saber, si no, lo que se está diciendo en la frase “Estaré solo mañana”? Si se la escribe en un mail un hombre a su amante, la diferencia no es baladí: sin tilde significa que estará sin su mujer; con tilde que mañana será el único día en que estará en la ciudad. No es poca cosa, la verdad. Por menos ha habido homicidios. 

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