DAS KINO: Cinema


Cuando empecé esta página me quedaba claro que nunca debía escribir sobre mí (no tanto por desidia sino por respeto a mis dos lectores; mi redacción es pésima y mis aventuras, afrontémoslo, aburridas). Por lo tanto les presenté Ciencia Ficción a la Mexicana, un magnífico relato sobre los excesos y ridículos (ad infinitum, como todo lo de la época) del cine "fantástico" de la década de los años cincuenta. Pasando de marcianos a vampiros, de hombres lobo al Santo, y de Clavillazo a los desnudos artísticos de la Peluffo, el séptimo arte se vio abrumado por producciones baratas y de mala calidad (así como nos gustan) —por lo tanto, los autocinemas y las grandes salas de proyección estaban atiborradas de mexicanitos urgidos de misticismo, aventura, misterio y un sentimiento de progreso (irónicamente podemos decir que aunque llegar a las estrellas es sinónimo de progreso, hacer filmes donde los personajes principales aparecen envueltos en papel aluminio, bueno, no lo es).
JPB




Ciencia Ficción a la Méxicana
Por Gustavo García y Rafael Aviña
Nuevo Cine Mexicano, Clío, 1997

Lejos de la tecnología, pero empapado de la literatura más barata sobre ovnis, que empezaban a llamar la atención, el cine mexicano sólo podía apostar por la ciencia ficción por medio de la parodia y la sangronada más pedestres. Con Los platillos voladores (J. Soler, 1955), los pobres marcianos llegaban bailando el ricachá (“…así llaman en Marte al cha-cha-chá”, decía el tema musical que Resortes, como el plomero Marciano bailaba en una pista futurista —es un decir— al lado de su novia Saturnina, Evangelina Elizondo).

Aprovechando la novedad del flamante Volkswagen, que llegó a nuestro país en ese 1955, el filme copiaba un modelo similar pero con motor de avión, y Resortes, ataviado con un traje de hoja de lata, en recuerdo de El mago de Oz (Fleming, 1939), desataba su humor espasmódico y sus dotes bailables en un filme donde los “sabios” respondían a nombres como Larregué o Chingüengüenchón. Con Los platillos voladores el cine mexicano no alcanzaba un estrato ulterior del ridículo; había decidido ponerse al corriente tanto en materia de ritmos modernos como en apreciaciones científicas sobre contactos extraterrestres de primer tipo.

El cine nacional entraba de lleno a la ciencia ficción apoyado en tres vertientes, que oscilarían entre el abierto choteo y el humor involuntario absoluto. De entrada, el horror y los guamazos ligados a la fantasía se convertían en caballitos de batalla de varias cintas de luchadores, como La momia azteca, La maldición de la momia azteca y El robot humano, dirigidas por Rafael Portillo en 1957, seguidas por la serie de Neutrón (Curiel, 1960), Gigantes planetarios (Crevenna, 1965) y, como remate climático, Santo contra la invasión de los marcianos (Crevenna, 1966), una antología del más puro delirio fílmico.

Junto a los luchadores, casi todos los cómicos de los años cincuenta recurrirían a un híbrido de humor y fantasía —la segunda vertiente. Hubo un Viaje a la luna (Cortés, 1957) en plan de manicomio filmíco, con la ex desnudista Kitty de Hoyos, Arau y Corona, Tin Tan y Viruta y Capulina, y más tarde una aventura intergaláctica propia, Los astronautas (Zacarías, 1960), junto con la Peluffo —y sus desnudos artísticos—, y el Piporro le hizo la segunda en La nave de los monstruos (1959), según los imaginativos argumentos de José María Fernández Unsaín.

Finalmente, el tercer nivel aparecería en ámbitos cotidianos o extragalácticos. Arturo de Córdova conseguía moverse entre el melodrama policiaco y la fantasía científica en El hombre que logró ser invisible (1957), de Alfredo B. Cervenna, el mayor cultivador del género, en tanto que en la capital y en el pueblo de Chalchihuites, Resortes y Elizondo le tupían al chachachá y pasaban por extraterrestres alivianados.

En el universo de la ciencia ficción mexicana, los científicos eran comprensivos (Andrés Soler) y las marcianitas tenían muslos suculentos y entallados trajes que delataban sus cuerpos sinuosos, como en Gigantes planetarios y El planeta de las mujeres invasoras (Crevenna, 1968); los invasores extraterrestres no sólo hablaban castellano con acento madrileño, sino que vestían atuendos grecorromanos o escafandras de buzo, y los monstruos eran clara muestra de la peor serie Z (“No son marcianos, son méndigos”, clamaba Clavillazo en El conquistador de la luna).

Aparecen en las tramas un lenguaje seudocientífico, la preocupación por la energía atómica y el mal uso de la ciencia, tema ya sugerido en La sombra vengadora (Baledón, 1954). Consciente de su pobreza de medios, de su inmediata baratura y su desmedida tendencia a la acumulación, la ciencia ficción hecha en México, más allá del choteo, el chiste menso y sus esculturales extraterrestres, parece tener como fin último el mensaje pacifista de una obviedad conmovedora (“Amaos los unos a los otros”), como lo muestra el futuro Tío Gamboín en una secuencia en la que, desgañitándose en la televisión, transmite un hipotético fin del mundo en ese universo del más delicioso exceso.

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