Cuentos de Democracia y Muerte


La muerte tiene permiso
Edmundo Valadés

[En Jorge F. Hernández (ed.), Sol, piedra y sombras. Veinte cuentistas mexicanos de la primera mitad del siglo XX, México, FCE, 2008].

Sobre el estrado, los ingenieros conversan, ríen. Se golpean unos a otros con bromas incisivas. Sueltan chistes gruesos cuyo clímax es siempre áspero. Poco a poco su atención se concentra en el auditorio. Dejan de recordar la última juerga, las intimidades de la muchacha que debutó en la casa de recreo a la que son asiduos. El tema de su charla son ahora esos hombres, ejidatarios congregados en una asamblea y que están ahí abajo, frente a ellos.
—Sí, debemos redimirlos. Hay que incorporarlos a nuestra civilización, limpiándolos por fuera y enseñándolos a ser sucios por dentro…
—Es usted un escéptico, ingeniero. Además, pone usted en tela de juicio nuestros esfuerzos, los de la Revolución.
—¡Bah! Todo es inútil. Estos jijos son irredimibles. Están podridos en alcohol, en ignorancia. De nada ha servido repartirles tierras.
—Usted es un superficial, un derrotista, compañero. Nosotros tenemos la culpa. Les hemos dado las tierras, ¿y qué? Estamos ya muy satisfechos. Y el crédito, los abonos, una nueva técnica agrícola, maquinaria, ¿van a invertir ellos todo eso?
El presidente, mientras se atusa los enhiestos bigotes, acariciada asta por la que iza sus dedos con fruición, observa tras sus gafas, inmune al floreteo de los ingenieros. Cuando el olor animal, terrestre, picante, de quienes se acomodan en las bancas, cosquillea su olfato, saca un paliacate y se suena las narices ruidosamente. Él también fue hombre del campo. Pero hace ya mucho tiempo. Ahora, de aquello, la ciudad y su posición sólo le han quedado el pañuelo y la rugosidad de sus manos.
Los de abajo se sientan con solemnidad, con el recogimiento del hombre campesino que penetra en un recinto cerrado: la asamblea o el templo. Hablan parcamente y las palabras que cambian dicen de cosechas, de lluvias, de animales, de créditos. Muchos llevan sus itacates al hombro, cartucheras para combatir el hambre. Algunos fuman, sosegadamente, sin prosa, con los cigarrillos como si les hubieran crecido en la propia mano.
Otros, de pie, recargados en los muros laterales, con los brazos cruzados sobre el pecho, hacen una tranquila guardia.
El presidente agita la campanilla y su retintín diluye los murmullos. Primero empiezan los ingenieros. Hablan de los problemas agrarios, de la necesidad de incrementar la producción, de mejorar los cultivos. Prometen ayuda a los ejidatarios, los estimulan a plantear sus necesidades.
—Queremos ayudarlos, pueden confiar en nosotros.
Ahora, el turno es para los de abajo. El presidente los invita a exponer sus asuntos. Una mano se alza, tímida. Otras la siguen. Van hablando de sus cosas: el agua, el cacique, el crédito, la escuela. Unos son directos, precisos; otros se enredan, no atinan a expresarse. Se rascan la cabeza y vuelven el rostro a buscar lo que iban a decir, como si la idea se les hubiera escondido en algún rincón, en los ojos de un compañero o arriba, donde cuelga un candil.
Allí, en un grupo, hay cuchicheos. Son todos del mismo pueblo. Les preocupa algo grave. Se consultan unos a otros: consideran quién es el que debe tomar palabra.
—Yo crioque Jilipe: sabe mucho…
—Ora, tú, Juan, tú hablaste aquella vez…
No hay unanimidad. Los aludidos esperan ser empujados. Un viejo, quizá el patriarca, decide:
—Pos que le toque a Sacramento...
Sacramento espera.
—Ándale, levanta la mano…
La mano se alza, pero no la ve el presidente. Otras son más visibles y ganan el turno. Sacramento escudriña al viejo. Uno, muy joven, levanta la suya, bien alta. Sobre el bosque de hirsutas cabezas pueden verse los cinco dedos morenos, terrosos. La mano es descubierta por el presidente. La palabra le es concedida.
—Órale, párate.
La mano baja cuando Sacramento se pone en pie. Trata de hallarle sitio al sombrero. El sombrero se transforma en un ancho estorbo, crece, no cabe en ningún lado. Sacramento se queda con él en las manos. En la mesa hay señales de impaciencia. La voz del presidente salta, autoritaria, conminativa:
—A ver ese que pidió la palabra, lo estamos esperando.
Sacramento prende sus ojos en el ingeniero que se halla a un extremo de la mesa. Parece que sólo va a dirigirse a él; que los demás han desaparecido y han quedado únicamente ellos dos en la sala.
—Quiero hablar por los de San Juan de las Manzanas. Traimos una queja contra el presidente municipal que nos hace mucha guerra y ya no lo aguantamos. Primero les quitó sus tierritas a Felipe Pérez y a Juan Hernández, porque colindaban con las suyas. Telegrafiamos a México y ni nos contestaron. Hablamos los de la congregación y pensamos que era bueno ir al Agrario, pa la restitución. Pos de nada valieron las vueltas ni los papeles, que las tierritas se las quedaron al presidente municipal.
Sacramento habla sin que se alteren sus facciones. Pudiera creerse que reza una vieja oración, de la que sabe muy bien el principio y el fin.
—Pos nada, que como nos vio con rencor, nos acusó queque por revoltosos. Que parecía que nosotros le habíamos quitado sus tierras. Se nos vino entonces con eso de las cuentas; lo de los préstamos, siñor, que dizque andábamos atrasados.  Y el agente era de su mal parecer, que teníamos que pagar hartos intereses. Crescencio, el que vive por la loma, por ai donde está el aguaje y que le intelige a eso de los números, pos hizo las cuentas y no era verdá: nos quería cobrar de más. Pero el presidente municipal trajo unos señores de México, que con muchos poderes y que si  no pagábamos nos quitaban las tierras. Pos como quien dice, nos cobró a la fuerza lo que no debíamos…
Sacramento habla sin énfasis, sin pausas premeditadas. Es como si estuviera arando la tierra. Sus palabras caen como granos, al sembrar.
—Pos luego lo de m’ijo, siñor. Se encorajinó el muchacho. Si viera usté que a mí me dio mala idea. Yo lo quise detener. Había tomado y se le enturbió la cabeza. De nada me valió mi respeto. Se fue a buscar al presidente municipal, pa reclamarle… Lo mataron a la mala, que dizque se andaba robando una vaca del presidente municipal. Me lo devolvieron difunto, con la cara destrozada…
La nuez de la garganta de Sacramento ha temblado. Sólo eso. Continúa de pie, como un árbol que ha afianzado sus raíces. Nada más. Todavía clava su mirada en el ingeniero, el mismo que se halla al extremo de la mesa.
—Luego, lo del agua. Como hay poca, porque hubo malas lluvias, el presidente municipal cerró el canal. Y como se iban a secar las milpas y la congregación iba a pasar mal año, fuimos a buscarlo; que nos diera tantita agua, siñor, pa nuestras siembras. Y nos atendió con malas razones, que por nada se amuina con nosotros. No se bajó de su mula, pa perjudicarnos…
Una mano jala el brazo de Sacramento. Uno de sus compañeros le indica algo. La voz de Sacramente es lo único que resuena en el recinto.
—Si todo esto fuera poco, que lo del agua, gracias a la Virgencita hubo más lluvias y medio salvamos las cosechas, está lo del sábado. Salió el presidente municipal con los suyos, que son gente mala y nos robaron dos muchachas: a Lupita, la que si iba a casar con Herminio, y a la hija de Crescencio. Como nos tomaron desprevenidos, que andábamos en la faena, no pudimos evitarlo. Se las llevaron a la fuerza al monte y ai las dejaron tiradas. Cuando regresaron las muchachas, en muy malas condiciones, porque hasta de golpes les dieron, ni siquiera tuvimos que preguntar nada. Y se alborotó la gente de a deveras, que ya nos cansamos de estar a merced de tan mala autoridad.
Por primera vez, la vos de Sacramento vibró. En ella latió una amenaza, un odio, una decisión ominosa.
—Y como nadie nos hace caso, que a todas las autoridades hemos visto y pos no sabemos dónde andará la justicia, queremos tomar aquí providencias. A ustedes —y Sacramento recorrió ahora a cada ingeniero con la mirada y la detuvo ante quien presidía—, que nos prometen ayudarnos, les pedimos su gracia para castigar al presidente municipal de San Juan de las Manzanas. Solicitamos su venia para hacernos justicia por nuestra propia mano…
Todos los ojos auscultan a los que están en el estrado. El presidente y los ingenieros, mudos, se miran entre sí. Discuten al fin.
—Es absurdo, no podemos sancionar esta inconcebible petición.
—No compañero, no es absurda. Absurdo sería dejar este asunto en manos de quienes no han hecho nada, de quienes han desoído esas voces. Sería cobardía esperar a que nuestra justicia hiciera justicia; ellos ya no creerán nunca más en nosotros. Prefiero solidarizarme con estos hombres, con su justicia primitiva, pero justicia al fin; asumir con ellos la responsabilidad que me toque. Por mí, no nos queda sino concederles lo que piden.
—Pero somos civilizados, tenemos instituciones; no podemos hacerlas a un lado.
—Sería justificar la barbarie, los actos fuera de la ley.
—¿Y qué peores actos fuera de la ley que los que ellos denuncian? Si a nosotros nos hubieran ofendido como los han ofendido a ellos; si a nosotros nos hubieran causado menos daños que los que les han hecho padecer, ya hubiéramos matado, ya hubiéramos olvidado una justicia que no interviene. Yo exijo que se someta a votación la propuesta.
—Yo pienso como usted, compañero.
—Pero estos tipos son muy ladinos, habría que averiguar la verdad. Además, no tenemos autoridad para conceder una petición como ésta.
Ahora interviene el presidente. Surge en él el hombre del campo. Su voz es inapelable.
—Será la asamblea la que decida. Yo asumo la responsabilidad.
Se dirige al auditorio. Su voz es una voz campesina, la misma voz que debe haber hablado allá en el monte, confundida con la tierra, con lo suyos.
—Se pone a votación la proposición de los compañeros de San Juan de las Manzanas. Los que estén de acuerdo en que se les dé permiso para matar al presidente municipal, que levanten la mano…
Todos los brazos se tienden a lo alto. También los de los ingenieros. No hay una sola mano que no esté arriba, categóricamente aprobando. Cada dedo señala la muerte inmediata directa.
—La asamblea da permiso a los de San Juan de las Manzanas para lo que solicitan,
Sacramento, que ha permanecido en pie, con calma, termina de hablar. No hay alegría ni dolor en lo que dice. Su expresión es sencilla, simple.
—Pos muchas gracias por el permiso, porque como nadie nos hacía caso, desde ayer el presidente municipal de San Juan de las Manzanas está difunto.


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La Balada de la Muerte

IDEA DE LA MUERTE EN MÉXICO
Claudio Lomnitz
(MIT Press, Death and the Idea of México, 2005)


Cuando, ya muerta mi ilusión postrera,
En mi pecho abrí su tumba helada,
Una noche llegó a mi cabecera
La misteriosa y pálida enlutada.
Mi corazón se estremeció al sentirla,
Pero aunque ella, inclinándose muy quedo
-"Soy la Muerte", me dijo, yo al oírla,
Ni tristeza sentí ni sentí miedo.
-"Yo soy tu último amor. Juro adorarte,
Dijo al besarme con su beso frío;
Tuya, tuya he se der; no he de dejarte;
Quiero que seas para siempre mío".
Yo la quise estrechar contra mi pecho,
Para gozar de sus caricias todas,
Pero ella dijo, huyendo de mi lecho:
-"Esperemos que pasen nuestras bodas",
Y las noches así fueron pasando
Y la fiebre avivando mi quimera,
Yo siempre preguntándole: "¿Hasta cuándo?"
Ella diciendo siempre: -"Espera... espera".
Pero por fin cedió la calentura
Y una noche (mi alma acongojada)
Ya no volvió la pálida enlutada.
Y al mirar que la muerte no ha tornado
Al lecho en que la espero hora tras hora,
Pienso que, cual las otras, me ha dejado,
Porque es también mujer y engañadora.

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“Estaré solo mañana”? y Demás Ortografías

Discusiones Ortográficas I

Por Javier Marías
El País Semanal, N° 1792


No sé si una de las funciones, pero desde luego uno de los efectos y grandes ventajas de la ortografía española era, hasta ahora, que un lector, al ver escrita cualquier palabra que desconociera (si era un estudiante extranjero se daba el caso con frecuencia), sabía al instante cómo le tocaba decirla o pronunciarla, a diferencia de lo que ocurre en nuestra hermana la lengua italiana. Si en ella leemos “dimenticano” (“olvidan”), nada nos indica si se trata de un vocablo llano o esdrújulo, y se dice, “diménticano”. Lo mismo sucede con “dimenticarebbero” (“olvidarán”), “precipitano”, “auguro” y tantos otros que uno precisa haber oído para enterarse de que llevan el acento donde lo llevan: “dimanticarébbero”, “prechípitano”, “áuguro”. Del francés ni hablemos: es imposible adivinar que lo que uno lee como “oiseaux” (“pájaros”) se ha de escuchar más o menos como “uasó”. El inglés ya es caótico en este aspecto: ¿cómo imaginar que “breake” se pronuncia “breic”, pero “bleak” es “blic”, y que “brake” es también “breic”? ¿O que la población que vemos en el mapa como “Cholmondeley” se corresponde en el habla con “Chomly”, por añadir un ejemplo caprichoso y extravagante, y hay centenares?
                Este considerable obstáculo era inexistente en español —con muy leves excepciones— hasta la aparición de la última Ortografía de la Real Academia Española, con algunas de sus nuevas normas. Vaya por delante que se trata de una institución a la que no sólo pertenezco desde hace pocos años, sino a la que respeto enormemente y tengo agradecimiento. El trabajo llevado a cabo en esta Ortografía es serio y responsable y admirable en muchos sentidos, como no podría por menos de ser, pero algunas de sus decisiones me parecen discutibles o arbitrarias, o un retroceso respecto a la claridad de nuestra lengua. Tal vez esté mal que un miembro de la RAE objete públicamente a una obra que lleva su sello, pero como considero el corporativismo un gran mal demasiado extendido, creo que no debo abstenerme. Mil perdones.
                Lo cierto es que, con las nuevas normas, hay palabras escritas que dejan dudas sobre su correspondiente dicción o —aún peor— intentan obligar al hablante a decirlas de determinada manera, para adecuarse a la ortografía, cuando ha de ser ésta, si acaso, la que deba adecuarse al habla. Si la RAE juzga una falta, a partir de ahora, escribir “guión”, está forzándome a decir esa palabra como digo la segunda sílaba de “acción” o de “noción”, y no conozco a nadie, ni español ni americano (hablo, claro está, de mi muy limitada experiencia personal), que diga “guion”. Tampoco que pronuncie “truhán” como “Juan”, que es lo que pretende la RAE al prohibir la tilde y aceptar sólo “truhan”. De ser en verdad consecuente, esta institución tendría que quitarle también a ese vocablo la intercalada (¿qué pinta ahí si, según ella, se dice “truan” y es un monosílabo?), lo mismo que a “ahumado”, “ahuyentar” y tantos otros.  O, ya puestos, y siguiendo al italiano y a García Márquez en desafortunada ocasión, ¿por qué no suprimir todas las haches de nuestra lengua? Los italianos escriben “ipotesi”, “orrore”, “eresia” y “abitare”, que es el equivalente a “ipótesis”, “orror”, “erejía” y “abitar”. Y dado que la Academia parece inclinada a facilitarle las cosas a los perezosos e ignorantes suprimiendo tildes, no veo por qué no habría de eliminar también las haches. (Dios lo prohíba, con su hache y tilde).
                En cuanto a “guié” o “crié”, si se me vetan las tildes y se me impone “guie” y “crie”, se me está indicando que esas palabras las debo decir como digo “pie”, y no es mi caso, y me temo que tampoco el de ustedes. Hagan la prueba, por favor. Tampoco digo “guió” y “crió” como digo “vio” o “dio”, a lo que se me induce si la única manera correcta de escribirlas es ahora “guio” y “crio” (en la Ortografía de 1999 poner o no esas tildes era optativo, u no alcanzo a ver la necesidad de privar de esa libertad). En cuanto a “riáis” o “fiáis”, si yo leo “riais” y “fiais”, como ordena la RAE, me arriesgo a creer que he de pronunciar esas formas verbales igual que la segunda sílaba  de “ibais”, lo cual, francamente, no es así. Y si leo “hui” en vez de “huí”, nada me advierte que no deba decir esa palabra exactamente igual que la interjección “huy” (tan frecuente en el fútbol) o que “sí” en francés, es decir, “oui”, es decir, “ui”. Si un número muy elevado de hablantes percibe todos estos vocablos como bisilábicos con hiato, y no como monosilábicos con diptongo, ¿a santo de qué impedirles la opcionalidad en la escritura? La RAE parece tenerle pánico a la posibilidad de elegir en cuestión de tildes (que es algo menor y que no afecta a la sacrosanta “unidad de la lengua”). Pero es que además es incongruente en eso, porque sí permite dicha opcionalidad en “periodo” y “período”, “policiaco” y “policíaco”, “austriaco” y “austríaco” (yo siempre las escribo sin tilde), lo mismo que en “alvéolo” y “alveolo”, “evacúa” y “evacua” y otras más. ¿Por qué no permitir que cada hablante opte por “truhán” o “truhan”, como aún puede hacerlo (por suerte) entre “solo” y “sólo”, “este” y “éste”, “aquel” y “aquél”? La posibilidad de seguirles poniendo tildes a estas palabras no es para mí irrelevante. ¿Cómo saber, si no, lo que se está diciendo en la frase “Estaré solo mañana”? Si se la escribe en un mail un hombre a su amante, la diferencia no es baladí: sin tilde significa que estará sin su mujer; con tilde que mañana será el único día en que estará en la ciudad. No es poca cosa, la verdad. Por menos ha habido homicidios. 


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Let's Talk About Tea


TEA: A LITERARY TOUR
By Eileen Reynolds
The New Yorker

Let’s talk about tea—not the Tea Party (for once), but the hot drink. “Under certain circumstances, there are few hours in life more agreeable than the hour dedicated to the ceremony known as afternoon tea,“ Henry James declares in the opening of “The Portrait of a Lady.” “From five o’clock to eight is on certain occasions a little eternity; but on such an occasion as this the interval could be only an eternity of pleasure.” Five until eight—that is an eternity! Imagine if we could all step out of our hectic lives, for three hours at a time, to enjoy a sumptuous spread of cakes and scones and sandwiches!
There’s no sense longing to live in a Henry James novel, I suppose, and yet I remain a strong advocate for the afternoon-tea break. Is there any other drink that, taken in a moment of pause, can leave one feeling so rejuvenated—so alert, and yet so calm?
I suspect that many of you, dear readers, are tea drinkers, too (tea and the literary life just seem to fit together, somehow), which is why I thought it essential to share with you the following bit of startling news: Twinings of London is moving its tea production to Poland. Poland! Twinings, the company that opened London’s first tearoom in 1706! Twinings, who may have introduced the Western world to Earl Grey—that fragrant blend of black tea and bergamot oil. (Actually, Jacksons of Piccadilly also claims to have sold the first batch. But at any rate, the Twinings blend is the one that bears the seal of approval from Richard Grey, the sixth and current Earl Grey.)
The Brits are predictably distraught at the news, and the fact that soon-to-be-laid-off Twinings employees will be made to train their own Polish replacements doesn’t help. (The Independent identified this requirement as a “quite extraordinary piece of corporate crassness.”) In the Guardian, Martin Wainwright mourns and muses on tea’s imperialist past: It was only through one of “history’s great cultural hijackings”—from the East, “beyond the Milk and Sugar curtain”—that tea came to be known as the British national drink. “But tea produced in Poland? No, no,” he quips. “That is against the laws of God and man.”
Wainwright is being cheeky, but you don’t have to share Rudyard Kipling’s imperialist zeal to realize that without the tea plantations in India and Sri Lanka, Romantic and Victorian literature as we know it would all but cease to exist. Do you have favorite tea scenes in the novels by Charles Dickens, Jane Austen, or the Brontë sisters? We started to make a list, only to find that tea is everywhere. Which important plot twists don’t involve tea? At teatime, would-be lovers exchange longing glances; mothers choose suitors for their daughters; and rivals trade veiled insults in polite, singsong tones.
In fact, there’s so much tea in Austen’s fiction, for instance, that Kim Wilson thought to write a bookon the subject, complete with nineteenth-century recipes, quotes from the novels, and anecdotes from Austen’s life. Wilson writes:
At the center of almost every social situation in her novels one finds—tea. In “Emma,” does Miss Bates drink coffee? Of course not: “No coffee, I thank you, for me—never take coffee—a little tea if you please.” In “Sense and Sensibility,” what is everyone drinking when Elinor notices Edward’s mysterious ring set with a lock of hair? Tea, of course. And in “Pride and Prejudice,” what is one of the supreme honors Mr. Collins can envision Lady Catherine bestowing on Elizabeth Bennet and her friends? Why, drinking tea with her, naturally.
Wilson also gleans from Austen’s letters that the author herself frequented the Twinings warehouse to replenish her own supply of tea. (It’s difficult to picture her traveling to Poland for such an errand!)
But when most people think of tea in literature, it’s usually Lewis Carroll’s delightfully absurd “Alice’s Adventures in Wonderland” that first comes to mind. As children, my sister and I reënacted the Mad Hatter’s tea party hundreds of times—laughing without being able to pinpoint exactly what was funny. (Why is a raven like a writing desk?) This exchange was a perennial favorite:
“Take some more tea,” the March Hare said to Alice, very earnestly.
“I’ve had nothing yet,” Alice replied in an offended tone: “so I can’t take more.”
“You mean you can’t take less,” said the Hatter: “it’s very easy to take more than nothing.”
It’s a great parody of refined teatime chatter. Everyone talks, but nobody quite listens to or understands what anyone else is saying. In writing what sounds like nonsense, Carroll exposes the essential meaninglessness of the pleasantries that we exchange every day.
Of all the many Dickens tea scenes, I’m most fond of the tortured interactions between Pip and Estella in “Great Expectations.” “Whatever her tone with me happened to be,” Pip reflects during one such meeting at a restaurant, “I could put no trust in it, and build no hope on it; and yet I went on against trust and against hope. Why repeat it a thousand times? So it always was.” He then rings the waiter, who brings “by degrees some fifty adjuncts to that refreshment, but of tea not a glimpse.” What finally appears is a “casket of precious appearance containing twigs. These I steeped in hot water, and so from the whole of these appliances extracted one cup of I don’t know what, for Estella.” Pip: once an orphan, now a tea snob. It’s a remarkable transformation, and yet in the end, he’ll need much more than fancy tea to win the girl.
This particular brand of lovesick, tea-induced anxiety carries right through to the work of T. S. Eliot. Tea is everywhere in “The Love Song of J. Alfred Prufrock,” which is an ode to inaction and paralysis. Just how does one broach the subject of love at afternoon tea? Planning out the right words takes time:
Time for you and time for me,
And time yet for a hundred indecisions,
And for a hundred visions and revisions,
Before the taking of a toast and tea.
Inevitably, in the course of all that fretting, our hero begins to lose his nerve:
Should I, after tea and cakes and ices,
Have the strength to force the moment to its crisis?
In the end, of course, he says nothing; this is a poem about self-doubt and aching regret—two conditions, perhaps, that even a soothing cup of tea cannot cure.
It seems wrong to end on such a sad note, so I’ll leave you with this cheery excerpt from one of Sydney Smith’s letters, dated 1807:
A dreadful controversy has broken out in Bath, whether tea is most effectually sweetened by lump or pounded sugar; and the worst passions of the human mind are called into action by the pulverists and the lumpists.


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El Peligro se Siente o se Intuye


Por Luis Miguel Ariza
El País Semanal (29/05/2011)

Se siente o intuye el peligro y se reacciona sin poderlo controlar. El desastre nuclear de Japón o el reciente terremoto de Lorca han puesto caras al miedo en los últimos tiempos. Los investigadores centran sus estudios en una amígdala cerebral, pero la pregunta es: ¿sería bueno poder alterarlo? Tener miedo es uno de nuestros sistemas de protección. No sentirlo es tan peligroso como vivir dominado por él.

Es fácil sentir miedo hoy día. Basta con caminar por un barrio desierto, por la noche, después de una intensa lluvia, sintiendo el ruido de los zapatos sobre el asfalto, y comprobar, después de mirar a ambos lados, que un grupo de individuos con aspecto amenazador se ha interpuesto en el camino y que no hay escape.
                El miedo es algo que surge a borbotones tras una situación extraordinaria —un temblor de tierra, un atentado terrorista—, pero que también moldea nuestra vida diaria, adquiere mil caras y se extiende a todo tipo de situaciones: ataques de pánico, agorafobia (miedo a los espacios abiertos), miedo a la gente y a la exposición al público. La ansiedad prolongada puede convertirse en algo patológico. Y sin embargo, es difícil definir el miedo: es una sensación, de acuerdo, pero también un sentimiento. Y un producto del cerebro. Hay memorias enterradas que, una vez activadas, evocan el miedo que pasamos en el pasado y levantan un viento cavernoso que nos eriza el cabello.
                Así describe para El País Semanal el intrincado, complejo y sutil circuito del miedo Joseph Ledoux, profesor del Instituto del Miedo y la Ansiedad de la Universidad de Nueva York: “Ocurre un peligro y reaccionas. Y no hay forma de controlarlo”. El miedo tiene el marchamo de lo instantáneo: el corazón se acelera, aumenta la presión sanguínea. “Se te encoge el estómago y tu cerebro está alerta”.

Imagine que los individuos que le han cerrado el paso sacan sendas navajas y las alzan delante de usted. Puede quedarse paralizado por el terror. O quizá decide hacerles frente. Lo más probable es que huya. Pero ¿por qué? Hay dos posibles respuestas. Quizá usted tiene almacenadas las experiencias pasadas de que un ataque urbano se cobra a menudo vidas de ciudadanos inocentes, y por ello decide correr. Es una explicación razonable. Pero la otra posibilidad, de la que Ledoux está convencido, es que el miedo no es generado en primera instancia por el cerebro. Es la respuesta del cuerpo a eso que nos causa miedo lo que dicta el cerebro, le ordena que debe sentir miedo. Que ha de experimentarlo. Y dirigir su reacción posterior.
                Así que esto es lo que sucede mientras usted se dispone a correr, con el corazón bombeando sangre como un motor revolucionado de un coche de carreras. “Cuando estamos delante de una amenaza, esa información activa la amígdala cerebral”, dice Ledoux. La amígdala es una estructura en forma de almendra hundida en la corteza del cerebro. Aquí tenemos el centro del miedo y de las emociones. “La amígdala dirige entonces la respuesta del cuerpo”. Está enlazada con el núcleo del hipotálamo y del tallo cerebral —situados respectivamente bajo la corteza cerebral y en la base del cráneo. Por embarazoso que esto pueda parecer, la respuesta que probablemente nos salve la vida proviene de los bajos fondos del cerebro, no de las zonas más nobles y sofisticadas de la corteza cerebral donde se procesa el pensamiento puro, el arte o los centros de razonamiento y deducción. Así que si un grupo de delincuentes o un oso grizzli nos hacen correr, no huimos porque estemos asustados, explica Ledoux. “Simplemente, estamos asustados porque corremos”.
                Los investigadores del miedo han centrado su atención en la amígdala cerebral. En los experimentos enseñan a los voluntarios expresiones faciales humanas que reflejan el pánico, y en los escáneres de resonancia magnética funcional observan que la sangre fluye más rápidamente hacia este centro del miedo. Los estímulos, no obstante, provocan distintas reacciones. Vulgarmente hablando, hay gente más miedosa o valiente. E incluso algunos con madera de héroe (lo que no significa que no sientan miedo, sino que, según Ledoux, tienen coraje).

En un intento por desbrozar este misterio, el investigador Justin Feinstein, de la Universidad de Iowa en Estados Unidos, junto con el célebre investigador del cerebro Antonio Damasio, presentó recientemente un caso en la revista Current Biology acerca de S.M., una mujer de 44 años que nació con la rara enfermedad de Urbach.Wiethe, que calcificó su amígdala, destruyéndola. S.M. experimenta la soledad o la tristeza, pero, a diferencia de los demás, no sabe lo que es el miedo.
                Esta mujer vivió en un barrio peligroso, abatido por la pobreza, el crimen y el tráfico de drogas. Los investigadores la llevaron al lugar donde estuvo a punto de perder la vida cuando ella contaba con 30 años. Regresaba a su casa sobre las diez de la noche. A su izquierda le llegaba el sonido del coro de una parroquia cercana. Un drogadicto que estaba sentado en un banco la llamó, pero en vez de huir, ella se aproximó con una fría curiosidad. El individuo le cogió del brazo y la obligó a sentarse, colocando un cuchillo sobre su garganta. “¡Voy a cortarte, zorra!”. Escuchó la amenaza sin sentir miedo, con el coro parroquial de fondo. Y mirando a su atacante, le dijo “Si vas a matarme, tendrás que hacerlo con el consentimiento de los ángeles de mi Dios”. El hombre entonces la dejó ir. Al día siguiente, ella volvió a su casa eligiendo el mismo camino sin experimentar aprensión alguna.
                Pero S.M., como pudieron corroborar Feinstein y Damasio, sí había experimentado los miedos típicos infantiles cuando era una niña menor de 10 años: el pavor a la oscuridad, o en una visita al cementerio en la que fue asustada bruscamente por su hermano. En una ocasión, ella intentó acariciar a un dóberman mientras estaba en la casa de una amiga de su madre. “De repente, me acorraló hasta una esquina, gruñendo. No me dejaba escapar”, recuerda. La dueña cogió al perro de la cadena y dijo: “Ahora ve despacio hacia la puerta. Si te apresuras, saltará sobre ti”. S.M. recuerda ese temor, pero no lo asocia a su vida adulta. La calcificación de su amígdala fue gradual y se aceleró a partir de los 20 años. Una vez destruida, la patología la convirtió en una mujer sin miedo.
                Nadie está preparado para vivir en un estado de miedo absoluto. El término es confundido muy frecuentemente con la ansiedad, especialmente en las noticias de la televisión. Después de un desastre con el reciente terremoto de Japón y, en menor grado, por el seísmo que acabó con la vida de nueve personas en Lorca (Murcia), el miedo inicial deja paso a la ansiedad “sobre lo que significa este miedo”, dice Ledoux.

El cerebro es capaz de rescatar los terrores, las sensaciones que surgieron en primer lugar. Un estímulo con el que nos hemos encontrado antes enciende de nuevo la mecha. El cerebro clasifica entonces un suceso externo amenazador basándose en el tipo de emociones que lleva asociado. Hay un proceso por el que la amígdala, ante un peligro, baña de hormonas al cerebro, fijando la memoria de ese estímulo de una manera muy potente, nos dice Ledoux. Tras un terremoto, la gente, asustada, no sabe si ocurrirá de nuevo y teme volver a sus casas para dormir.
                Después del episodio del maremoto que asoló el sureste asiático en 2004, una zona sacudida fuertemente por grandes terremotos, muchos habitantes de Filipinas y Tailandia se alejaban de la costa y trataban de ponerse a salvo buscando un refugio a más altura después de cada temblor. Los  recuerdos guardados a fuego con miedo no se olvidan. Es un mecanismo evolutivo de supervivencia.
                El miedo también está asociado a cómo se percibe un peligro. El cerebro toma sus decisiones no solo basándose en un razonamiento puro; las emociones cuentan, y mucho. “Sin sentimiento, el cerebro no puede elegir”, asegura David Ropeik, autor del libro How risky is it, really? Ropeik, que es instructor de la Escuela de Educación Continua de la Universidad de Harvard, tiene su propia consultoría de riesgo. “En todo el mundo la gente tiene más miedo de los riesgos que se le imponen que los que acepta”. Cuanta más información, mejor. Pero avisa: “Los seres humanos no tomamos decisiones perfectas y racionales. No es así como funcionamos”. Cuando las emociones se mezclan con la razón, el cóctel puede ser predecible, explosivo o desconcertante. 

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Los Diarios de... (I)

LOS DIARIOS DE LUCRECIO GAVILÁN

"El mundo solía ser un lugar tranquilo" dijo en voz baja Lucrecio Gavilán, detective retirado de las Fuerzas Armadas mexicanas, mientras su esposa Lencha Ramírez acababa de preparar los ultimos detalles de la cena que tendrían aquella noche. "¿Otra vez comeremos el mismo pan duro con frijoles de siempre?" preguntó el exdetective a su esposa, la cual tenía aspecto de no estár ni un poco menos harta y asqueada que él por la cena que tendrían que compartir. "Al menos quedó un poco de ardilla azada de la comida de hace rato. Se la agregué a la olla de fijoles, espero le dé un sabor un poco diferente" dijo Lencha, con tono de quien busca encontrar algún lado bueno a las circunstancias, pero sin creerselo del todo. La situación por la que atravezaba el mundo era horrible y ambos lo sabían, tanto así que en el fondo se consideraban muy afortunados de aún poder permitirse lujos como lo eran comer tres veces al día.

Don Lucrecio no retiró durante toda la cena la mirada de un viejo recorte de periódico. Le gustaba leer y releer aquel pedazo de papel amarillento, más por tortura que por placer, para recordarse cómo era el mundo antes que iniciara toda la desgracia que estaba ahogando a la humanidad. El recorte decía: "Hace un par de semanas cayó en la Tierra, en un lugar no identificado del Océano Pacífico, un objeto no humano. «Al principio se pensó que era un meteorito lo suficientemente grando como para no desintegrarse en la atrmosfera a su entrada en el planeta», comentó en entrevista el científico Dr. Ausebio Miramón de la UNAM. «Pero esa versión dejó de satisfacer a los científicos cuando señales indiscutibles apuntaban a que grandes cantidades de radioactividad emanaban del sitio de coalición» agregó el mismo científico. En ese momento el gobierno mexicano, en virtud de su honrosa labor de salvaguardar la paz y seguridad internacional, mandó un grupo de científicos de élite a investigar en la zona del impacto. El comando especial estaba integrado por expertos graduados de las más prestigiosas universidades del país, así como por las mejores mentes de la diplomacia, encargados de guíar cualquier posible contacto con nuestros hermanos del mundo exterior. La misión llevaba el nombre de «Proyecto Manjatán», en honor a la gran ciudad de nombre olmeca situada a 29 kilómetros de Xalapa que en dos décadas desde su fundación se ha convertido en el centro bancario y de poder más importante del mundo. Sabemos que la embarcación con los comandos de élite llegaron al lugar donde sucedió el estrelle [sic] del artefacto el 7 de diciembre [de 2012] a medio día. Lograron extraer del lecho oceánico los restos del artefacto alienígena con gran éxito" en ese momento Lucrecio suspendió la lectura, pensando "...éxito que después probaría ser desgracia para todos. ¡Maldición, si tan sólo nada de esto hubiera pasado!". Después de unos minutos que le tomó a Lucrecio para calmarse, continuó leyendo: "Después del primer contacto con los restos del impacto toda la comunicación con el comando quedó interrumpida súbitamente. De inmediato empezó a organizarse una expedición de rescate entre los cuerpos de la Marina. Lamentablemente cuando se logró localizar la embarcación en la que viajaban las mentes más brillantes del mundo en la materia, no se pudo encontrar otra cosa más que escenas de violencia, horror y muerte. Nada sobrevivió aquella catastrofe, más que dos objetos. El primero una caja de madera en la que se habían guardado cientos de finas tabletas de un metal desconocido para los humanos, las cuales estaban llenas de simbolos alienígenas que la inteligencia mexicana sólo hasta hace pocos días terminó de descrifrar. El segundo objeto encontrado fueron los diarios del capitan de la embarcación...".

El artículo continuaba unos párrafos más pero Lucrecio fue incapaz de seguír con su lectura. El dolor y la desesperación que le provocaban recordar esos momentos era demasiado para su cuerpo cansado por los años de malavida que significan combatir a los infectados de la epidemia extraterrestre. Lucrecio terminó lo poco que le quedaba del estofado de frijoles con ardilla y se levantó de golpe de la mesa. Lencha casí ni se percató que su marido se había retirado, mucho menos que se había ido a encerrar al despecho de la casa-bunquer en la que desde hace un par de meses se habían visto forzados a vivir. En el despacho Lucrecio se dispuso a escribir una entrada más en su diario. Era una costumbre que llevaba haciendo desde el primer día en el que supo que algo andaba muy mal.

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Street Style

Tommy Ton's Street Style: Paris and Milan
Our street shooting man heads back to Europe to capture the most stylish men in the world
PHOTOGRAPHS BY Tommy TOn
October 10, 2011











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Historias de un prostíbulo


No sé bien cuál es mi debilidad con las aventuras y experiencias antropomórficas, pero la tengo. Encuentro un sentido del espectáculo en todo aquello a lo que se quiere imprimir un rosto humano, cuando claramente son otra cosa. Quizá mi interés esté en descubrir qué son, y desenmascararlos. Por ejemplo, nadie puede—Biblia en mano—jurar creer que los mexicoamericanos, los coapos, los gordos o, como en este caso, las consumidoras de cuanto tacón dorado se venda en Zara (me refiero a las prostitutas, por si alguien no entendió), son humanos como nosotros. Sin embargo, no los veo como un espectáculo hecho para entretener. Al contrario, asusta, desconcierta y nos sumerge en un estado de embriaguez que sólo nos podemos curar vomitando todo lo que hemos consumido. Simul vomitum.

Lo más chic de lo chic. Historias de un Prostíbulo.
*Sin firma*


No sé si alguna vez les ha pasado que se sienten abrazados por Dionisio aún sin haber tomado nada. Esta es una historia de esas, en la que logré entrar, a todas luces sobrio, al oscuro mundo de lo etílico (con las consecuencias sobre la memoria que ello significa, es decir, me acuerdo de todo).  Por el nivel de alcohol en mi sangre (verdaderamente bajo) nunca se me hubiera permitido compartir los elixires de la vida nebulosa, flotante, leve; pero me logré colar. O en todo caso, alguien me dio un pase libre. Seguramente, no lo duden ni tantito, este pase me lo dieron las treinta y tantas veinteañeras periqueándose alrededor mío. O quizá fueron los clientes que, ya entrados en copas, jadeaban al ver al séquito de señoritas pasar, una por una o en parejas, al estrado de la indecencia absoluta; ahí donde yacen, a la par, un tubo y los sueños de fama de tanta piruja.

Ni por un momento quiero que me confundan y piensen que ando de moralista juzgando a las señoritas de vida galante. No lo hago. A lo mucho juzgaré sus plataformas de plástico transparente que parecen más un arma blanca que un mecanismo de seducción; pero entiendo que las tienen que usar para alcanzar el metro-cincuenta reglamentario; necesario para levantar pasiones. De cualquier modo, y fuera lo que fuese, ahí estaba yo disfrutando, sorprendido, de tanta y tan virulenta decadencia. Sí, disfrutando. Sí, decadencia. Decadencia real, no moralina, sino de aquella que sólo vemos en las películas, con mujeres anoréxicas, ojerosas, drogadas, echando la línea, con cicatrices, desesperanza y un atroz sentimiento de haber hecho paz con la situación que les tocaba vivir. Como queriendo gritar, sonrisa en cara, “Sí, soy puta. ¿Y qué?”. Para casi todos, aquella imagen resultaba muy normal. Yo estaba espantado. Sí, espantado y disfrutando. Pero disfrutando de la misma manera que se goza una película de terror en la cual sabes que todo anda mal y que no falta mucho para que corra sangre. Morbo, quizá. Puro y llano morbo. Fue, creo, en ese mismo momento cuando me encontré más sumido en la neblina del mundo de fantasía. No lo podía creer. No daba razón de lo que sucedía. No lo encontraba real, pues. La mujer oxigenada, flaquísima y fea, bailando como poseída, con la vista —y seguramente también la cordura— perdida en la nada. Era tan irreal todo que lo disfruté, del mismo modo que se disfruta un espectáculo. Así, con la seguridad que acabada la función todo el público engalanaría a las actrices en escena con un gran aplauso. Habían logrado captar la esencia pura de la perdición, y había que reconocérselos. Sobra decir que el aplauso nunca llegó (aunque me han dicho que tras bambalinas se aplaude mucho; pero aquellas funciones son privadas).

No creo haber pasado mejor noche que aquellas de las que nada recuerdo; y quizá por eso mismo las guardo en mi memoria con tanto aprecio. Eso pienso. No hay mejor experiencia que la de no acordarse qué se ha hecho. Lo repito. Y esta historia, que sólo quiero borrar de mi memoria, no se va, se aferra, como lo hacen todas las malas experiencias que aún no nos perdonamos. La experiencia embriagadora de la sociedad como espectáculo, esa que perturba, no desaparece tan rápido. Sé que los dos lectores que han llegado hasta este punto han de pensar lo peor de mí, tanto por haberme maravillado por la decadencia como por venir a contarlo. No lo hagan. Ustedes seguramente también hubieran sucumbido ante el exotismo de las imágenes de aquella noche. Como quien se pierde viendo el fuego, hasta que se quema. Una sensación que te embriaga y cubre; promete reconfortarte repitiéndote una y otra vez al oído “Nada de esto es real… disfruta”. Y así, no hay nada que temer. El asco se vuelve emoción. El miedo excita. Y nos dejamos llevar, envolver, entretener. Llegamos a nuestras casas esa noche, satisfechos, como quien sale de ver la mejor obra de teatro. Y no es sino hasta que despertamos que nos damos cuenta de lo vulgar y atroz de nuestras emociones. En fin. Al menos eso fue lo que me pasó a mí. El fin. 

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El indio que llevo dentro


Como me di cuenta que no les he contado nada sobre el verano pasado decidí romper mi regla de no escribir nada personal ni original (ya saben, más que nada para no aburrirlos o atacarlos con mis tediosas historias aburridas). Pero bueno. Lo hice. Espero les guste... aunque sea tantito.

Este verano durante un incómodo viaje en jeep, en el cual íbamos amontonados 25 personas —todas con la intención de ver el cambio de guardia en la frontera entre India y Pakistán—, sentí por primera vez que alguien me odiaba —realmente odiaba— por algo que yo no entendía (en otras ocasiones ya había notado que uno que otro indio se había molestado conmigo, en especial los dueños de tiendas —me divertía molestarlos pues, no voy a mentir, pero al menos sabía por qué se enojaban). Pero esta vez fue diferente. Pero les cuento.
Antes de subirme al coche en cual viajaría exigí —como turista que era, faltaba más— un lugar en una de las únicas dos filas de asientos. Era, sin duda, un puesto muy deseado (sobre todo si veías que las otras alternativas eran acomodarse en la cajuela junto con 15 indillos o, en el peor de los casos, agarrarse por fuera a una de las puertas del coche —con el riesgo de muerte por ‘colisión’ que ello significaba). Así que pues apañé. Me senté junto a un indio ya medio rucón—mejor aclaro, como de sesenta años, porque hay de rucos a rucos— que, en fin, rápidamente se vio sospechosamente interesado en empezar una (creo) amigable conversación conmigo… en hindú. Cágame la madre. Ya cuando vi que fueron varios los que llegaron a hablarme en tan singular lengua, como que empecé a suponer que parezco indio. [Por si falta la aclaración, no lo soy ni entiendo su idioma… y en mi defensa, tampoco me veo indio… tanto… lo juro… oshhh].
Entonces ahí estaba yo, un, insisto, no-indio escuchando lo que un viejillo me escupía en hindú. Intenté hacer algo de razón de lo que me estaba diciendo. Imposible. Pero lo que me interesa de todo esto es que el susodicho señor, además de atacarme con su aliento de viejito, tuvo la ocurrencia de enojarse conmigo: “Why won’t you answer me in Hindu?” preguntó; “I don’t speak Hindu”. A lo cual no tardó en responder [emputado, como sólo los indios pueden… así, con una mezcla entre gente fea que huela a curry y sus miradas profundas con efecto tétrico que sólo los ojos amarillos y con derrames pueden dar] “But you are Indian!”. ¡Coño que no!
Ahí me ven, más moreno de lo normal, intentando convencer a ese hombre que no soy, a pesar de lo obvio que para él resultaba, indio. “I am not Indian. I come from Mexico, you know, from America”. (Lo de from America salió porque cada vez que decía que soy de México me preguntaban —obviamente, faltaba más  “¿dónde queda eso?”, y pues, intentarles explicar sólo lleva a perder el tiempo. No entienden: “Mira, es que México es un país, muy bonito todo, que está en América latina, ya sabes, al igual que Argentina, Brasil y Colombia...” *interrupción* “Ah, ¿eres de América? ¿Hollywood? ¿Lindsay Lohan?”… y pues ante eso ¿qué contestas? “Pues yes, from America… pendejo*” [*Español en el original]). Pero equis. Regreso a lo que decía. Intenté explicarle al ruco que no soy indio a lo que me contestó un simple y molestísimo “no”. Ni por un instante dudé lo que aquel hombre pensó de mí: “¿Qué se cree este indio mamón, haraposo como está, queriéndome hacer creer que no habla hindú y que, además de todo, sólo entiende inglés y que es de «América»?”. Y no me volvió a hablar en todo el viaje. Mi reacción fue ignorarlo. Pensé para mis adentros que lo que a ese viejete le faltaba era una picada de fundillo para que se le quitaría lo amargado. "Que lo pele la esposa y santas pascuas". Pero ahora que lo pienso mejor, sólo hacía falta mostrarle el pasaporte. En fin. No se me ocurrió. El fin. 



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Some Paintings

Some Paintings
I drew these ones about a week ago. Hope you like them. 



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To Dress Extravagantly



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Kathmandu, Nepal


Kathmandu, Nepal
Kathmandu, June 2011

Thamel






Kathmandu’s Durbar Square was where the city’s kings were once crowned and legitimised, and from where they ruled (durbar means ‘palace’). As such, the square remains the traditional heart of the old town and Kathmandu’s most spectacular legacy of traditional architecture, even though the king no longer lives in the Hunuman Dhoka —the palace was moved north to Narayanhiti about a century ago.




Once a fiercely independent city-state, Patan (pah-tan) is now almost a suburb of Kathmandu, separated only by the murky Bagmati River. Many locals still call the city by its original Sanskrit name, Lalitpur (City of Beauty) or by its Newari name, Yala. Almost everyone who comes to Kathmandu also visits Patan’s spectacular Durbar Square —arguably the finest collection of temples and palaces in the whole of Nepal.




The Swayambhunath (or Monkey Temple) is one of the crowning glories of Kathmandu Valley architecture. This perfectly proportioned monument seems to hint at some celestial perfection with its gleaming, glided spire and white-washed dome.




As with many other towns in the valley, Bhaktapur grew up to service the old trade route from India to Tibet, but the city became a formal entity under King Ananda Malla in the 12th century. The oldest part of townm around Tachupal Tole, was laid down at this time. From the 14th to the 16th century, Bhaktapur became the most powerful of the valley's three Malla kingdoms, and a new civic square was constructed at Durbar Sq in the west of the city.








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