Historias de un prostíbulo


No sé bien cuál es mi debilidad con las aventuras y experiencias antropomórficas, pero la tengo. Encuentro un sentido del espectáculo en todo aquello a lo que se quiere imprimir un rosto humano, cuando claramente son otra cosa. Quizá mi interés esté en descubrir qué son, y desenmascararlos. Por ejemplo, nadie puede—Biblia en mano—jurar creer que los mexicoamericanos, los coapos, los gordos o, como en este caso, las consumidoras de cuanto tacón dorado se venda en Zara (me refiero a las prostitutas, por si alguien no entendió), son humanos como nosotros. Sin embargo, no los veo como un espectáculo hecho para entretener. Al contrario, asusta, desconcierta y nos sumerge en un estado de embriaguez que sólo nos podemos curar vomitando todo lo que hemos consumido. Simul vomitum.

Lo más chic de lo chic. Historias de un Prostíbulo.
*Sin firma*


No sé si alguna vez les ha pasado que se sienten abrazados por Dionisio aún sin haber tomado nada. Esta es una historia de esas, en la que logré entrar, a todas luces sobrio, al oscuro mundo de lo etílico (con las consecuencias sobre la memoria que ello significa, es decir, me acuerdo de todo).  Por el nivel de alcohol en mi sangre (verdaderamente bajo) nunca se me hubiera permitido compartir los elixires de la vida nebulosa, flotante, leve; pero me logré colar. O en todo caso, alguien me dio un pase libre. Seguramente, no lo duden ni tantito, este pase me lo dieron las treinta y tantas veinteañeras periqueándose alrededor mío. O quizá fueron los clientes que, ya entrados en copas, jadeaban al ver al séquito de señoritas pasar, una por una o en parejas, al estrado de la indecencia absoluta; ahí donde yacen, a la par, un tubo y los sueños de fama de tanta piruja.

Ni por un momento quiero que me confundan y piensen que ando de moralista juzgando a las señoritas de vida galante. No lo hago. A lo mucho juzgaré sus plataformas de plástico transparente que parecen más un arma blanca que un mecanismo de seducción; pero entiendo que las tienen que usar para alcanzar el metro-cincuenta reglamentario; necesario para levantar pasiones. De cualquier modo, y fuera lo que fuese, ahí estaba yo disfrutando, sorprendido, de tanta y tan virulenta decadencia. Sí, disfrutando. Sí, decadencia. Decadencia real, no moralina, sino de aquella que sólo vemos en las películas, con mujeres anoréxicas, ojerosas, drogadas, echando la línea, con cicatrices, desesperanza y un atroz sentimiento de haber hecho paz con la situación que les tocaba vivir. Como queriendo gritar, sonrisa en cara, “Sí, soy puta. ¿Y qué?”. Para casi todos, aquella imagen resultaba muy normal. Yo estaba espantado. Sí, espantado y disfrutando. Pero disfrutando de la misma manera que se goza una película de terror en la cual sabes que todo anda mal y que no falta mucho para que corra sangre. Morbo, quizá. Puro y llano morbo. Fue, creo, en ese mismo momento cuando me encontré más sumido en la neblina del mundo de fantasía. No lo podía creer. No daba razón de lo que sucedía. No lo encontraba real, pues. La mujer oxigenada, flaquísima y fea, bailando como poseída, con la vista —y seguramente también la cordura— perdida en la nada. Era tan irreal todo que lo disfruté, del mismo modo que se disfruta un espectáculo. Así, con la seguridad que acabada la función todo el público engalanaría a las actrices en escena con un gran aplauso. Habían logrado captar la esencia pura de la perdición, y había que reconocérselos. Sobra decir que el aplauso nunca llegó (aunque me han dicho que tras bambalinas se aplaude mucho; pero aquellas funciones son privadas).

No creo haber pasado mejor noche que aquellas de las que nada recuerdo; y quizá por eso mismo las guardo en mi memoria con tanto aprecio. Eso pienso. No hay mejor experiencia que la de no acordarse qué se ha hecho. Lo repito. Y esta historia, que sólo quiero borrar de mi memoria, no se va, se aferra, como lo hacen todas las malas experiencias que aún no nos perdonamos. La experiencia embriagadora de la sociedad como espectáculo, esa que perturba, no desaparece tan rápido. Sé que los dos lectores que han llegado hasta este punto han de pensar lo peor de mí, tanto por haberme maravillado por la decadencia como por venir a contarlo. No lo hagan. Ustedes seguramente también hubieran sucumbido ante el exotismo de las imágenes de aquella noche. Como quien se pierde viendo el fuego, hasta que se quema. Una sensación que te embriaga y cubre; promete reconfortarte repitiéndote una y otra vez al oído “Nada de esto es real… disfruta”. Y así, no hay nada que temer. El asco se vuelve emoción. El miedo excita. Y nos dejamos llevar, envolver, entretener. Llegamos a nuestras casas esa noche, satisfechos, como quien sale de ver la mejor obra de teatro. Y no es sino hasta que despertamos que nos damos cuenta de lo vulgar y atroz de nuestras emociones. En fin. Al menos eso fue lo que me pasó a mí. El fin. 

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