Por Luis Miguel Ariza
El País Semanal (29/05/2011)
Se siente o intuye el peligro y se reacciona sin poderlo controlar.
El desastre nuclear de Japón o el reciente terremoto de Lorca han puesto caras
al miedo en los últimos tiempos. Los investigadores centran sus estudios en una
amígdala cerebral, pero la pregunta es: ¿sería bueno poder alterarlo? Tener
miedo es uno de nuestros sistemas de protección. No sentirlo es tan peligroso
como vivir dominado por él.
Es fácil sentir miedo hoy día.
Basta con caminar por un barrio desierto, por la noche, después de una intensa
lluvia, sintiendo el ruido de los zapatos sobre el asfalto, y comprobar,
después de mirar a ambos lados, que un grupo de individuos con aspecto
amenazador se ha interpuesto en el camino y que no hay escape.
El
miedo es algo que surge a borbotones tras una situación extraordinaria —un
temblor de tierra, un atentado terrorista—, pero que también moldea nuestra
vida diaria, adquiere mil caras y se extiende a todo tipo de situaciones:
ataques de pánico, agorafobia (miedo a los espacios abiertos), miedo a la gente
y a la exposición al público. La ansiedad prolongada puede convertirse en algo
patológico. Y sin embargo, es difícil definir el miedo: es una sensación, de
acuerdo, pero también un sentimiento. Y un producto del cerebro. Hay memorias
enterradas que, una vez activadas, evocan el miedo que pasamos en el pasado y
levantan un viento cavernoso que nos eriza el cabello.
Así
describe para El País Semanal el
intrincado, complejo y sutil circuito del miedo Joseph Ledoux, profesor del
Instituto del Miedo y la Ansiedad de la Universidad de Nueva York: “Ocurre un
peligro y reaccionas. Y no hay forma de controlarlo”. El miedo tiene el
marchamo de lo instantáneo: el corazón se acelera, aumenta la presión sanguínea.
“Se te encoge el estómago y tu cerebro está alerta”.
Imagine que los individuos que le han
cerrado el paso sacan sendas navajas y las alzan delante de usted. Puede
quedarse paralizado por el terror. O quizá decide hacerles frente. Lo más
probable es que huya. Pero ¿por qué? Hay dos posibles respuestas. Quizá usted
tiene almacenadas las experiencias pasadas de que un ataque urbano se cobra a
menudo vidas de ciudadanos inocentes, y por ello decide correr. Es una
explicación razonable. Pero la otra posibilidad, de la que Ledoux está
convencido, es que el miedo no es generado en primera instancia por el cerebro.
Es la respuesta del cuerpo a eso que nos causa miedo lo que dicta el cerebro,
le ordena que debe sentir miedo. Que ha de experimentarlo. Y dirigir su reacción
posterior.
Así
que esto es lo que sucede mientras usted se dispone a correr, con el corazón
bombeando sangre como un motor revolucionado de un coche de carreras. “Cuando
estamos delante de una amenaza, esa información activa la amígdala cerebral”,
dice Ledoux. La amígdala es una estructura en forma de almendra hundida en la
corteza del cerebro. Aquí tenemos el centro del miedo y de las emociones. “La
amígdala dirige entonces la respuesta del cuerpo”. Está enlazada con el núcleo
del hipotálamo y del tallo cerebral —situados respectivamente bajo la corteza
cerebral y en la base del cráneo. Por embarazoso que esto pueda parecer, la
respuesta que probablemente nos salve la vida proviene de los bajos fondos del
cerebro, no de las zonas más nobles y sofisticadas de la corteza cerebral donde
se procesa el pensamiento puro, el arte o los centros de razonamiento y
deducción. Así que si un grupo de delincuentes o un oso grizzli nos hacen
correr, no huimos porque estemos asustados, explica Ledoux. “Simplemente,
estamos asustados porque corremos”.
Los
investigadores del miedo han centrado su atención en la amígdala cerebral. En
los experimentos enseñan a los voluntarios expresiones faciales humanas que
reflejan el pánico, y en los escáneres de resonancia magnética funcional
observan que la sangre fluye más rápidamente hacia este centro del miedo. Los
estímulos, no obstante, provocan distintas reacciones. Vulgarmente hablando,
hay gente más miedosa o valiente. E incluso algunos con madera de héroe (lo que
no significa que no sientan miedo, sino que, según Ledoux, tienen coraje).
En un intento por desbrozar este
misterio, el investigador Justin Feinstein, de la Universidad de Iowa en
Estados Unidos, junto con el célebre investigador del cerebro Antonio Damasio,
presentó recientemente un caso en la revista Current Biology acerca de S.M., una mujer de 44 años que nació con
la rara enfermedad de Urbach.Wiethe, que calcificó su amígdala, destruyéndola.
S.M. experimenta la soledad o la tristeza, pero, a diferencia de los demás, no
sabe lo que es el miedo.
Esta
mujer vivió en un barrio peligroso, abatido por la pobreza, el crimen y el
tráfico de drogas. Los investigadores la llevaron al lugar donde estuvo a punto
de perder la vida cuando ella contaba con 30 años. Regresaba a su casa sobre
las diez de la noche. A su izquierda le llegaba el sonido del coro de una
parroquia cercana. Un drogadicto que estaba sentado en un banco la llamó, pero
en vez de huir, ella se aproximó con una fría curiosidad. El individuo le cogió
del brazo y la obligó a sentarse, colocando un cuchillo sobre su garganta.
“¡Voy a cortarte, zorra!”. Escuchó la amenaza sin sentir miedo, con el coro
parroquial de fondo. Y mirando a su atacante, le dijo “Si vas a matarme,
tendrás que hacerlo con el consentimiento de los ángeles de mi Dios”. El hombre
entonces la dejó ir. Al día siguiente, ella volvió a su casa eligiendo el mismo
camino sin experimentar aprensión alguna.
Pero
S.M., como pudieron corroborar Feinstein y Damasio, sí había experimentado los
miedos típicos infantiles cuando era una niña menor de 10 años: el pavor a la
oscuridad, o en una visita al cementerio en la que fue asustada bruscamente por
su hermano. En una ocasión, ella intentó acariciar a un dóberman mientras
estaba en la casa de una amiga de su madre. “De repente, me acorraló hasta una
esquina, gruñendo. No me dejaba escapar”, recuerda. La dueña cogió al perro de
la cadena y dijo: “Ahora ve despacio hacia la puerta. Si te apresuras, saltará
sobre ti”. S.M. recuerda ese temor, pero no lo asocia a su vida adulta. La
calcificación de su amígdala fue gradual y se aceleró a partir de los 20 años.
Una vez destruida, la patología la convirtió en una mujer sin miedo.
Nadie
está preparado para vivir en un estado de miedo absoluto. El término es confundido
muy frecuentemente con la ansiedad, especialmente en las noticias de la
televisión. Después de un desastre con el reciente terremoto de Japón y, en
menor grado, por el seísmo que acabó con la vida de nueve personas en Lorca
(Murcia), el miedo inicial deja paso a la ansiedad “sobre lo que significa este
miedo”, dice Ledoux.
El cerebro es capaz de rescatar los
terrores, las sensaciones que surgieron en primer lugar. Un estímulo con el que
nos hemos encontrado antes enciende de nuevo la mecha. El cerebro clasifica
entonces un suceso externo amenazador basándose en el tipo de emociones que
lleva asociado. Hay un proceso por el que la amígdala, ante un peligro, baña de
hormonas al cerebro, fijando la memoria de ese estímulo de una manera muy
potente, nos dice Ledoux. Tras un terremoto, la gente, asustada, no sabe si
ocurrirá de nuevo y teme volver a sus casas para dormir.
Después
del episodio del maremoto que asoló el sureste asiático en 2004, una zona
sacudida fuertemente por grandes terremotos, muchos habitantes de Filipinas y
Tailandia se alejaban de la costa y trataban de ponerse a salvo buscando un
refugio a más altura después de cada temblor. Los recuerdos guardados a fuego con miedo no se
olvidan. Es un mecanismo evolutivo de supervivencia.
El
miedo también está asociado a cómo se percibe un peligro. El cerebro toma sus
decisiones no solo basándose en un razonamiento puro; las emociones cuentan, y
mucho. “Sin sentimiento, el cerebro no puede elegir”, asegura David Ropeik,
autor del libro How risky is it, really?
Ropeik, que es instructor de la Escuela de Educación Continua de la Universidad
de Harvard, tiene su propia consultoría de riesgo. “En todo el mundo la gente
tiene más miedo de los riesgos que se le imponen que los que acepta”. Cuanta
más información, mejor. Pero avisa: “Los seres humanos no tomamos decisiones
perfectas y racionales. No es así como funcionamos”. Cuando las emociones se
mezclan con la razón, el cóctel puede ser predecible, explosivo o
desconcertante.
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