Enemigo de don Nadie

Por Javier Cercas
El País Semanal N° 1.781

1 El 14 de junio de 1853, en una carta a Louise Colet, Gustave Flaubert escribe: "Se puede calcular lo que vale un hombre por el número de sus enemigos, y la importancia de una obra de arte por los ataques que recibe". La frase, uno más de los desahogos de Falubert contra los críticos ("cosa rara", le escribe en 1876 a Eugene Fromentin. "Un crítico que entiende de lo que habla"), resuena de entrada con el tintineo de la verdad. Ladran, luego cabalgamos, dice el dicho: su un político es un don Nadie, nadie lo ataca; si un empresario es un don Nadie, nadie lo ataca; si un escritor es un don Nadie, nadie lo ataca. No somos alguien porque alguien nos ama o nos pareció o siente simpatía por nosotros, sino porque alguien nos ataca o nos odia, o al menos porque alguien nos critica. El dicho es repugnante -de ahí, me temo, el tintineo-, aunque nadie puede asegurar que contenga toda la verdad. Sin embargo, pocos se han atrevido a refutarlo. Ferlosio se atrevió: según él, es falso que sólo si nos ladran cabalgamos porque el mundo está lleno de obtusos y suspicaces que le ladran al primero que pase, por insignificante que sea; también es falso porque ahí está Cervantes, que lleva siglos cabalgando en cabeza "sin haber oído hasta la fecha, a lo largo de tantas y tan accidentadas leguas de camino, ni tan siquiera el más leve gruñido". El primer argumento es irrefutable; no estoy seguro de que lo sea el segundo: Cervantes encajó tantos desprecios y oyó tantos ladridos en la vida que aprovechó la segunda parte del Quijote para defenderse de ellos. De todos modos es probable que en el fondo Ferlosio tenga razón; en la literatura y en la vida: al fin y al cabo en la Europa de 1940 -digamos- un judío tenía una cantidad considerable de enemigos, aunque fuera un don Nadie, y cuatro años después Adolf Hitler era el hombre con más enemigos del mundo, aunque no parezca el compañero ideal para tomar unas copas.

2 Salvo en los chistes de Gila, el enemigo goza de una mala fama indestructible. Es injusto: deberíamos respetar a nuestros enemigos casi tanto como a nuestros amigos, porque los amigos nos estimulan a veces, pero lo enemigos nos estimulan siempre, obligándonos a mantener alta la guardia para que no nos amarguen la vida; también deberíamos escucharlos con atención, porque sus juicios sobre nosotros son muchas veces más atinados que nuestros propios juicios. Así que quizá podamos prescindir a ratos de nuestros amigos, pero no podemos prescindir de nuestros enemigos; o mejor dicho: la única manera de prescindir de ellos es que ellos prescindan de nosotros. Para conseguirlo lo primero que hay que hacer es identificarlos, cosa no siempre fácil, porque nuestros verdaderos enemigos son discretos y silenciosos, y a veces se mimetizan con nuestros amigos; lo segundo que hay que hacer es entenderlos, o por lo menos no odiarlos, porque el odio nos impide juzgarlos y porque entenderlos significa entender también que un hombre que ataca es un hombre que se alivia. Si uno combate a un terrorista pensando que el terrorista es un demonio, ha perdido el combate: sólo se le puede combatir entendiendo sus razones, entendiendo por qué, para él y para mucha gente como él, un terrorista no es un demonio sino un ángel, igual que Hitler fue un ángel para millones de personas. Hay amistades íntimas y enemistades más íntimas que cualquier amistad, y uno debería ser capaz de penetrar en la mente de sus enemigos mejor de lo que penetra en la de sus amigos; también –lo que casi nunca es posible- debería ser capaz de elegirlos, porque nuestros enemigos nos defienden mejor que nuestros amigos; sobre todo debería ser capaz de compadecerlos y, si hay mucha suerte, de ayudarles en el infortunio, porque esa es la forma más cruel de vengarse de ellos. Por lo demás, diga lo que diga Flaubert, un crítico no es un terrorista, aunque a algunos críticos les halagaría parecerlo; no hay que halagarlos, porque lo que de verdad nos duele no son sus críticas sino el hecho de que nos las repitamos en secreto: uno puede defenderse de los demás, pero no puede defenderse de sí mismo. Por eso tampoco hay que molestarse nunca por una mala crítica: lo que hay que hacer es encajarla con elegancia; si esto no es posible, siempre se puede contratar por un módico precio un par de sicarios dispuestos a convertir al crítico en hamburguesas.

3 Releo lo anterior y advierto con tristeza que no son más que bobadas. Lo retiro. Lo retiro todo. O casi todo (lo del par de sicarios no lo retiro). ¿A qué viene esto de elogiar al enemigo? ¿Se me habrá aflojado un tornillo? ¿Me estaré volviendo Testigo de Jehová? La verdad de la verdad es que lo único serio que puede decirse sobre este asunto es lo que en su lecho de muerte le dijo el general Naváez al confesor que tratada de salvar su alma exhortándole a que perdonase a sus enemigos. “No puedo”, contestó el general. “Los he matado a todos”. •

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