It Is(n't) Nice

It isn't nice to carry banners or to sleep
in on the floor. Or to shout or cry of free-
dom At the hotel and the store.

Well we tried negotiations And the token
picket line. The government didn't see
us, They might as well be blind.

Now our new ways aren't nice When we
deal with men of ice But if that is free-
dom's price We don't mind.

-Malvina Reynolds



Read more...

De despenalización y el Estado. Entrevista.

No nos enganchen en un convoy de destrucción
-Laura Chinchilla, Presidente de Costa Rica

"Para Costa Rica, el camino -el nuestro, por lo menos- no es la guerra contra las drogas, porque no tenemos ejército y no estamos dispuestos a que nos enganchen a ese convoy de destrucción, de militarismo, de gasto exorbitante, que distrae a los Estados de sus esfuerzos para la inversión social. Por eso es por lo que decimos que hay que buscar alternativas. Cuando se plantea el tema de la despenalización, Costa Rica ya ha avanzado en despenalizar el consumo de drogas, que creemos que es un asunto de salud pública y no un asunto de derecho penal. En cuanto a otras manifestaciones, de producción y tráfico, hay espacio para revisar estrategias de interdicción de las instituciones de control para mejorar."


http://m.eltiempo.com/politica/cumbre-de-las-amricas-laura-chinchilla-critica-gasto-militar-antidrogas/11564333

Read more...

Duetto buffo di due gatti

Duetto buffo di due gatti, Gioachino Rossini

Special thanks to @jhcolorado for introducing me to such a wonderful interpretation of Rossini by Concha Velasco.


Source: Radio Televisión Española

Read more...

La Cucaracha, 1959

La Cucaracha 
(México, 1959)


Derrotado y casi sin tropas, el villista coronel Zeta llega a un pueblo controlado por los carrancistas. Aunque son aliados, eta encarcela y ordena fusilar al coronel Zúñiga y a varios de sus hombres para tomar el control del pueblo. Entre los muertos está el amante de "La Cucaracha", una bragada soldadera que capitanea un grupo de mujeres armadas. A los combates entre las tropas se suman los enfrentamientos entre Zeta y "La Cucaracha" y la aparición de Isabel, una mujer burguesa obligada a unirse al grupo de revolucionarios. 

Dirección: Ismael Rodríguez Ruelas
Guión: José Bolaños, Ricardo Garibay
Protagonistas: María Félix, Dolores del Río, Emilio Fernández, Antonio Aguilar, Flor Silvestre, Ignacio López Tarso, Cuco Sánchez, David Reynoso

País: México
Año: 1959
Duración: 97 minutos

Read more...

Cuentos de Democracia y Muerte


La muerte tiene permiso
Edmundo Valadés

[En Jorge F. Hernández (ed.), Sol, piedra y sombras. Veinte cuentistas mexicanos de la primera mitad del siglo XX, México, FCE, 2008].

Sobre el estrado, los ingenieros conversan, ríen. Se golpean unos a otros con bromas incisivas. Sueltan chistes gruesos cuyo clímax es siempre áspero. Poco a poco su atención se concentra en el auditorio. Dejan de recordar la última juerga, las intimidades de la muchacha que debutó en la casa de recreo a la que son asiduos. El tema de su charla son ahora esos hombres, ejidatarios congregados en una asamblea y que están ahí abajo, frente a ellos.
—Sí, debemos redimirlos. Hay que incorporarlos a nuestra civilización, limpiándolos por fuera y enseñándolos a ser sucios por dentro…
—Es usted un escéptico, ingeniero. Además, pone usted en tela de juicio nuestros esfuerzos, los de la Revolución.
—¡Bah! Todo es inútil. Estos jijos son irredimibles. Están podridos en alcohol, en ignorancia. De nada ha servido repartirles tierras.
—Usted es un superficial, un derrotista, compañero. Nosotros tenemos la culpa. Les hemos dado las tierras, ¿y qué? Estamos ya muy satisfechos. Y el crédito, los abonos, una nueva técnica agrícola, maquinaria, ¿van a invertir ellos todo eso?
El presidente, mientras se atusa los enhiestos bigotes, acariciada asta por la que iza sus dedos con fruición, observa tras sus gafas, inmune al floreteo de los ingenieros. Cuando el olor animal, terrestre, picante, de quienes se acomodan en las bancas, cosquillea su olfato, saca un paliacate y se suena las narices ruidosamente. Él también fue hombre del campo. Pero hace ya mucho tiempo. Ahora, de aquello, la ciudad y su posición sólo le han quedado el pañuelo y la rugosidad de sus manos.
Los de abajo se sientan con solemnidad, con el recogimiento del hombre campesino que penetra en un recinto cerrado: la asamblea o el templo. Hablan parcamente y las palabras que cambian dicen de cosechas, de lluvias, de animales, de créditos. Muchos llevan sus itacates al hombro, cartucheras para combatir el hambre. Algunos fuman, sosegadamente, sin prosa, con los cigarrillos como si les hubieran crecido en la propia mano.
Otros, de pie, recargados en los muros laterales, con los brazos cruzados sobre el pecho, hacen una tranquila guardia.
El presidente agita la campanilla y su retintín diluye los murmullos. Primero empiezan los ingenieros. Hablan de los problemas agrarios, de la necesidad de incrementar la producción, de mejorar los cultivos. Prometen ayuda a los ejidatarios, los estimulan a plantear sus necesidades.
—Queremos ayudarlos, pueden confiar en nosotros.
Ahora, el turno es para los de abajo. El presidente los invita a exponer sus asuntos. Una mano se alza, tímida. Otras la siguen. Van hablando de sus cosas: el agua, el cacique, el crédito, la escuela. Unos son directos, precisos; otros se enredan, no atinan a expresarse. Se rascan la cabeza y vuelven el rostro a buscar lo que iban a decir, como si la idea se les hubiera escondido en algún rincón, en los ojos de un compañero o arriba, donde cuelga un candil.
Allí, en un grupo, hay cuchicheos. Son todos del mismo pueblo. Les preocupa algo grave. Se consultan unos a otros: consideran quién es el que debe tomar palabra.
—Yo crioque Jilipe: sabe mucho…
—Ora, tú, Juan, tú hablaste aquella vez…
No hay unanimidad. Los aludidos esperan ser empujados. Un viejo, quizá el patriarca, decide:
—Pos que le toque a Sacramento...
Sacramento espera.
—Ándale, levanta la mano…
La mano se alza, pero no la ve el presidente. Otras son más visibles y ganan el turno. Sacramento escudriña al viejo. Uno, muy joven, levanta la suya, bien alta. Sobre el bosque de hirsutas cabezas pueden verse los cinco dedos morenos, terrosos. La mano es descubierta por el presidente. La palabra le es concedida.
—Órale, párate.
La mano baja cuando Sacramento se pone en pie. Trata de hallarle sitio al sombrero. El sombrero se transforma en un ancho estorbo, crece, no cabe en ningún lado. Sacramento se queda con él en las manos. En la mesa hay señales de impaciencia. La voz del presidente salta, autoritaria, conminativa:
—A ver ese que pidió la palabra, lo estamos esperando.
Sacramento prende sus ojos en el ingeniero que se halla a un extremo de la mesa. Parece que sólo va a dirigirse a él; que los demás han desaparecido y han quedado únicamente ellos dos en la sala.
—Quiero hablar por los de San Juan de las Manzanas. Traimos una queja contra el presidente municipal que nos hace mucha guerra y ya no lo aguantamos. Primero les quitó sus tierritas a Felipe Pérez y a Juan Hernández, porque colindaban con las suyas. Telegrafiamos a México y ni nos contestaron. Hablamos los de la congregación y pensamos que era bueno ir al Agrario, pa la restitución. Pos de nada valieron las vueltas ni los papeles, que las tierritas se las quedaron al presidente municipal.
Sacramento habla sin que se alteren sus facciones. Pudiera creerse que reza una vieja oración, de la que sabe muy bien el principio y el fin.
—Pos nada, que como nos vio con rencor, nos acusó queque por revoltosos. Que parecía que nosotros le habíamos quitado sus tierras. Se nos vino entonces con eso de las cuentas; lo de los préstamos, siñor, que dizque andábamos atrasados.  Y el agente era de su mal parecer, que teníamos que pagar hartos intereses. Crescencio, el que vive por la loma, por ai donde está el aguaje y que le intelige a eso de los números, pos hizo las cuentas y no era verdá: nos quería cobrar de más. Pero el presidente municipal trajo unos señores de México, que con muchos poderes y que si  no pagábamos nos quitaban las tierras. Pos como quien dice, nos cobró a la fuerza lo que no debíamos…
Sacramento habla sin énfasis, sin pausas premeditadas. Es como si estuviera arando la tierra. Sus palabras caen como granos, al sembrar.
—Pos luego lo de m’ijo, siñor. Se encorajinó el muchacho. Si viera usté que a mí me dio mala idea. Yo lo quise detener. Había tomado y se le enturbió la cabeza. De nada me valió mi respeto. Se fue a buscar al presidente municipal, pa reclamarle… Lo mataron a la mala, que dizque se andaba robando una vaca del presidente municipal. Me lo devolvieron difunto, con la cara destrozada…
La nuez de la garganta de Sacramento ha temblado. Sólo eso. Continúa de pie, como un árbol que ha afianzado sus raíces. Nada más. Todavía clava su mirada en el ingeniero, el mismo que se halla al extremo de la mesa.
—Luego, lo del agua. Como hay poca, porque hubo malas lluvias, el presidente municipal cerró el canal. Y como se iban a secar las milpas y la congregación iba a pasar mal año, fuimos a buscarlo; que nos diera tantita agua, siñor, pa nuestras siembras. Y nos atendió con malas razones, que por nada se amuina con nosotros. No se bajó de su mula, pa perjudicarnos…
Una mano jala el brazo de Sacramento. Uno de sus compañeros le indica algo. La voz de Sacramente es lo único que resuena en el recinto.
—Si todo esto fuera poco, que lo del agua, gracias a la Virgencita hubo más lluvias y medio salvamos las cosechas, está lo del sábado. Salió el presidente municipal con los suyos, que son gente mala y nos robaron dos muchachas: a Lupita, la que si iba a casar con Herminio, y a la hija de Crescencio. Como nos tomaron desprevenidos, que andábamos en la faena, no pudimos evitarlo. Se las llevaron a la fuerza al monte y ai las dejaron tiradas. Cuando regresaron las muchachas, en muy malas condiciones, porque hasta de golpes les dieron, ni siquiera tuvimos que preguntar nada. Y se alborotó la gente de a deveras, que ya nos cansamos de estar a merced de tan mala autoridad.
Por primera vez, la vos de Sacramento vibró. En ella latió una amenaza, un odio, una decisión ominosa.
—Y como nadie nos hace caso, que a todas las autoridades hemos visto y pos no sabemos dónde andará la justicia, queremos tomar aquí providencias. A ustedes —y Sacramento recorrió ahora a cada ingeniero con la mirada y la detuvo ante quien presidía—, que nos prometen ayudarnos, les pedimos su gracia para castigar al presidente municipal de San Juan de las Manzanas. Solicitamos su venia para hacernos justicia por nuestra propia mano…
Todos los ojos auscultan a los que están en el estrado. El presidente y los ingenieros, mudos, se miran entre sí. Discuten al fin.
—Es absurdo, no podemos sancionar esta inconcebible petición.
—No compañero, no es absurda. Absurdo sería dejar este asunto en manos de quienes no han hecho nada, de quienes han desoído esas voces. Sería cobardía esperar a que nuestra justicia hiciera justicia; ellos ya no creerán nunca más en nosotros. Prefiero solidarizarme con estos hombres, con su justicia primitiva, pero justicia al fin; asumir con ellos la responsabilidad que me toque. Por mí, no nos queda sino concederles lo que piden.
—Pero somos civilizados, tenemos instituciones; no podemos hacerlas a un lado.
—Sería justificar la barbarie, los actos fuera de la ley.
—¿Y qué peores actos fuera de la ley que los que ellos denuncian? Si a nosotros nos hubieran ofendido como los han ofendido a ellos; si a nosotros nos hubieran causado menos daños que los que les han hecho padecer, ya hubiéramos matado, ya hubiéramos olvidado una justicia que no interviene. Yo exijo que se someta a votación la propuesta.
—Yo pienso como usted, compañero.
—Pero estos tipos son muy ladinos, habría que averiguar la verdad. Además, no tenemos autoridad para conceder una petición como ésta.
Ahora interviene el presidente. Surge en él el hombre del campo. Su voz es inapelable.
—Será la asamblea la que decida. Yo asumo la responsabilidad.
Se dirige al auditorio. Su voz es una voz campesina, la misma voz que debe haber hablado allá en el monte, confundida con la tierra, con lo suyos.
—Se pone a votación la proposición de los compañeros de San Juan de las Manzanas. Los que estén de acuerdo en que se les dé permiso para matar al presidente municipal, que levanten la mano…
Todos los brazos se tienden a lo alto. También los de los ingenieros. No hay una sola mano que no esté arriba, categóricamente aprobando. Cada dedo señala la muerte inmediata directa.
—La asamblea da permiso a los de San Juan de las Manzanas para lo que solicitan,
Sacramento, que ha permanecido en pie, con calma, termina de hablar. No hay alegría ni dolor en lo que dice. Su expresión es sencilla, simple.
—Pos muchas gracias por el permiso, porque como nadie nos hacía caso, desde ayer el presidente municipal de San Juan de las Manzanas está difunto.


Read more...

La Balada de la Muerte

IDEA DE LA MUERTE EN MÉXICO
Claudio Lomnitz
(MIT Press, Death and the Idea of México, 2005)


Cuando, ya muerta mi ilusión postrera,
En mi pecho abrí su tumba helada,
Una noche llegó a mi cabecera
La misteriosa y pálida enlutada.
Mi corazón se estremeció al sentirla,
Pero aunque ella, inclinándose muy quedo
-"Soy la Muerte", me dijo, yo al oírla,
Ni tristeza sentí ni sentí miedo.
-"Yo soy tu último amor. Juro adorarte,
Dijo al besarme con su beso frío;
Tuya, tuya he se der; no he de dejarte;
Quiero que seas para siempre mío".
Yo la quise estrechar contra mi pecho,
Para gozar de sus caricias todas,
Pero ella dijo, huyendo de mi lecho:
-"Esperemos que pasen nuestras bodas",
Y las noches así fueron pasando
Y la fiebre avivando mi quimera,
Yo siempre preguntándole: "¿Hasta cuándo?"
Ella diciendo siempre: -"Espera... espera".
Pero por fin cedió la calentura
Y una noche (mi alma acongojada)
Ya no volvió la pálida enlutada.
Y al mirar que la muerte no ha tornado
Al lecho en que la espero hora tras hora,
Pienso que, cual las otras, me ha dejado,
Porque es también mujer y engañadora.

Read more...

“Estaré solo mañana”? y Demás Ortografías

Discusiones Ortográficas I

Por Javier Marías
El País Semanal, N° 1792


No sé si una de las funciones, pero desde luego uno de los efectos y grandes ventajas de la ortografía española era, hasta ahora, que un lector, al ver escrita cualquier palabra que desconociera (si era un estudiante extranjero se daba el caso con frecuencia), sabía al instante cómo le tocaba decirla o pronunciarla, a diferencia de lo que ocurre en nuestra hermana la lengua italiana. Si en ella leemos “dimenticano” (“olvidan”), nada nos indica si se trata de un vocablo llano o esdrújulo, y se dice, “diménticano”. Lo mismo sucede con “dimenticarebbero” (“olvidarán”), “precipitano”, “auguro” y tantos otros que uno precisa haber oído para enterarse de que llevan el acento donde lo llevan: “dimanticarébbero”, “prechípitano”, “áuguro”. Del francés ni hablemos: es imposible adivinar que lo que uno lee como “oiseaux” (“pájaros”) se ha de escuchar más o menos como “uasó”. El inglés ya es caótico en este aspecto: ¿cómo imaginar que “breake” se pronuncia “breic”, pero “bleak” es “blic”, y que “brake” es también “breic”? ¿O que la población que vemos en el mapa como “Cholmondeley” se corresponde en el habla con “Chomly”, por añadir un ejemplo caprichoso y extravagante, y hay centenares?
                Este considerable obstáculo era inexistente en español —con muy leves excepciones— hasta la aparición de la última Ortografía de la Real Academia Española, con algunas de sus nuevas normas. Vaya por delante que se trata de una institución a la que no sólo pertenezco desde hace pocos años, sino a la que respeto enormemente y tengo agradecimiento. El trabajo llevado a cabo en esta Ortografía es serio y responsable y admirable en muchos sentidos, como no podría por menos de ser, pero algunas de sus decisiones me parecen discutibles o arbitrarias, o un retroceso respecto a la claridad de nuestra lengua. Tal vez esté mal que un miembro de la RAE objete públicamente a una obra que lleva su sello, pero como considero el corporativismo un gran mal demasiado extendido, creo que no debo abstenerme. Mil perdones.
                Lo cierto es que, con las nuevas normas, hay palabras escritas que dejan dudas sobre su correspondiente dicción o —aún peor— intentan obligar al hablante a decirlas de determinada manera, para adecuarse a la ortografía, cuando ha de ser ésta, si acaso, la que deba adecuarse al habla. Si la RAE juzga una falta, a partir de ahora, escribir “guión”, está forzándome a decir esa palabra como digo la segunda sílaba de “acción” o de “noción”, y no conozco a nadie, ni español ni americano (hablo, claro está, de mi muy limitada experiencia personal), que diga “guion”. Tampoco que pronuncie “truhán” como “Juan”, que es lo que pretende la RAE al prohibir la tilde y aceptar sólo “truhan”. De ser en verdad consecuente, esta institución tendría que quitarle también a ese vocablo la intercalada (¿qué pinta ahí si, según ella, se dice “truan” y es un monosílabo?), lo mismo que a “ahumado”, “ahuyentar” y tantos otros.  O, ya puestos, y siguiendo al italiano y a García Márquez en desafortunada ocasión, ¿por qué no suprimir todas las haches de nuestra lengua? Los italianos escriben “ipotesi”, “orrore”, “eresia” y “abitare”, que es el equivalente a “ipótesis”, “orror”, “erejía” y “abitar”. Y dado que la Academia parece inclinada a facilitarle las cosas a los perezosos e ignorantes suprimiendo tildes, no veo por qué no habría de eliminar también las haches. (Dios lo prohíba, con su hache y tilde).
                En cuanto a “guié” o “crié”, si se me vetan las tildes y se me impone “guie” y “crie”, se me está indicando que esas palabras las debo decir como digo “pie”, y no es mi caso, y me temo que tampoco el de ustedes. Hagan la prueba, por favor. Tampoco digo “guió” y “crió” como digo “vio” o “dio”, a lo que se me induce si la única manera correcta de escribirlas es ahora “guio” y “crio” (en la Ortografía de 1999 poner o no esas tildes era optativo, u no alcanzo a ver la necesidad de privar de esa libertad). En cuanto a “riáis” o “fiáis”, si yo leo “riais” y “fiais”, como ordena la RAE, me arriesgo a creer que he de pronunciar esas formas verbales igual que la segunda sílaba  de “ibais”, lo cual, francamente, no es así. Y si leo “hui” en vez de “huí”, nada me advierte que no deba decir esa palabra exactamente igual que la interjección “huy” (tan frecuente en el fútbol) o que “sí” en francés, es decir, “oui”, es decir, “ui”. Si un número muy elevado de hablantes percibe todos estos vocablos como bisilábicos con hiato, y no como monosilábicos con diptongo, ¿a santo de qué impedirles la opcionalidad en la escritura? La RAE parece tenerle pánico a la posibilidad de elegir en cuestión de tildes (que es algo menor y que no afecta a la sacrosanta “unidad de la lengua”). Pero es que además es incongruente en eso, porque sí permite dicha opcionalidad en “periodo” y “período”, “policiaco” y “policíaco”, “austriaco” y “austríaco” (yo siempre las escribo sin tilde), lo mismo que en “alvéolo” y “alveolo”, “evacúa” y “evacua” y otras más. ¿Por qué no permitir que cada hablante opte por “truhán” o “truhan”, como aún puede hacerlo (por suerte) entre “solo” y “sólo”, “este” y “éste”, “aquel” y “aquél”? La posibilidad de seguirles poniendo tildes a estas palabras no es para mí irrelevante. ¿Cómo saber, si no, lo que se está diciendo en la frase “Estaré solo mañana”? Si se la escribe en un mail un hombre a su amante, la diferencia no es baladí: sin tilde significa que estará sin su mujer; con tilde que mañana será el único día en que estará en la ciudad. No es poca cosa, la verdad. Por menos ha habido homicidios. 


Read more...