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The Wandering Eye: Ivy League Edition

Gordon von Steiner turns his lens to the blue-blooded style aces at the head of Princeton's class

November 22, 2010

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Voto en Catalunya

Por Maruja Torres
El País Semanal, N° 1.782

Nunca como en esta ocasión –me refiero a las elecciones en Catalunya, pero, con matices, bien podría ampliar el espectro a cualquier otro comicio- me va a costar tanto abandonar cualquier tarea placentera –como, por ejemplo, rascarme la panza en casa- para ir a votar el próximo domingo. La pregunta a quién votaré ya ni me la planteo. Hace décadas que no voto a favor de, sino en contra de. Imagino que les ocurre a muchos de ustedes. Se acabó el principio del placer, llegó desde hace mucho el azote del deber. Y todos están muy vistos. Sabemos lo que podemos esperar de ellos, sabemos sobre todo lo que no podemos esperar.
Claramente, me encuentro en el periodo de necesitar hacerme con grandes dosis de paliativos para soportarlo. Contemplo la tarjeta del censo y me pregunto por qué no acompañan con ella un estuche con medidas de alivio para el trance. Pinza para obstruirse la nariz, con objeto de evitar el hedor a faltriquera vieja y llena de desperdicios, el hedor a lo ya visto, ya hecho, ya sollozado; una palanganita de porcelana para los vómitos que pueden asaltar al votante en cuanto ponga el pie en la calle; pastillas para la acidez estomacal, que siempre aparecen en ocasiones tales; una petaquita con vodka, para todo el rato.
Debería existir una papeleta especial para estos casos. Una que pusiera “Sí, pero…”, acompañada por otro kit, este completamente lleno de muñequitos que reprodujeran a los políticos de la lista, con sus correspondientes agujas de hacer vudú al lado. No vudú-vudú-vudú, de matar y todo eso, pero sí de proporcionar  a los interfectos exasperantes noches de insomnio durante las cuales les daría tiempo a arrepentirse de las promesas incumplidas y a elaborar firmes propósitos de enmienda. Junto a los muñecos con las efigies de los políticos deberían suministrarnos un equipo ministerial que incluyera una figurita por cargo: de presidente del Gobierno para abajo, incluyendo a subsecretarios y directores generales. Y la hostia de agujas, claro.
Retorcido, lo reconozco. Pero son momentos retorcidos en la historia de la humanidad y más aún en la de los países, solos o ayudándose los unos a los otros. Oleadas de cinismo y de hipocresía nos anegan, y eso no quiere decir que antes no existieran o que no fueran peores. No habría querido yo vivir en las épocas en que los héroes sencillos de Ken Follet construían con sus manos los pilares de la Tierra. Sin embargo, nuestra era se caracteriza por que disponemos de amplia información de los canallas per cápita que nos tocan, incluidos los que llevan capita y sotana, y ello redunda en el hartazgo. Como una de las cosas que trae consigo el exceso de noticias es la necesidad de huir hacia la indiferencia para que no nos acogote el pasmo, votar, aunque sea en contra y sin fe ni esperanza y con ya muy poca caridad, continúa siendo una acción necesaria, de las pocas que nos quedan por practicar, y para la que deberíamos organizarnos antes como es debido.
Organizarnos para exigir listas abiertas debería constituir para nosotros la prioridad más prioritaria. Que la calle fuera un clamor. Ya que no podemos erradicar el hambre del mundo, ni a los gilipollas de la política, al menos, tener la posibilidad de examinarlos previamente de una a uno. Es mucho más sencillo que arreglarles el asunto a los palestinos o a los saharauis, mucho más fácil que noquear a los gobernantes de Israel o al de Marruecos; más que impedir la matanza anual de delfines calderones en Dinamarca o el ahorcamiento habitual de galgos en España; más fácil, incluso, que ponernos por montera a los pontífices que vienen aquí a que las monjas les planchen la muda.
Imaginad. Gente en la calle, a tope, un día tras otro. Sentadas, manifestaciones. Nada de huelga: al contrario, echar horas extras concienciando al personal. Listas abiertas, abiertas, listas, abiertas, listas, abiertas, repetirlo hasta cuando se practica el sexo, entre dos platos, interrumpir a los conferenciantes y a los mitineros: “¡Listas abiertas!”. Por ahí podríamos empezar a desentumecernos. Por ahí podríamos llegar a metas más altas.
Y a volver a votar, quien sabe, sin que nos den arcadas. Y sin chuparnos el dedo. •

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Ciencia Ficcion Mexicana

Cuando empecé esta página me quedaba claro que nunca debía escribir sobre mí (no tanto por desidia sino por respeto a mis dos lectores; mi redacción es pésima y mis aventuras, afrontémoslo, aburridas). Por lo tanto les presenté Ciencia Ficción a la Mexicana, un magnífico relato sobre los excesos y ridículos (ad infinitum, como todo lo de la época) del cine "fantástico" de la década de los años cincuenta. Pasando de marcianos a vampiros, de hombres lobo al Santo, y de Clavillazo a los desnudos artísticos de la Peluffo, el séptimo arte se vio abrumado por producciones baratas y de mala calidad (así como nos gustan) —por lo tanto, los autocinemas y las grandes salas de proyección estaban atiborradas de mexicanitos urgidos de misticismo, aventura, misterio y un sentimiento de progreso (irónicamente podemos decir que aunque llegar a las estrellas es sinónimo de progreso, hacer filmes donde los personajes principales aparecen envueltos en papel aluminio, bueno, no lo es).
JPB

Por Gustavo García y Rafael Aviña
Nuevo Cine Mexicano, Clío, 1997

Lejos de la tecnología, pero empapado de la literatura más barata sobre ovnis, que empezaban a llamar la atención, el cine mexicano sólo podía apostar por la ciencia ficción por medio de la parodia y la sangronada más pedestres. Con Los platillos voladores (J. Soler, 1955), los pobres marcianos llegaban bailando el ricachá (“…así llaman en Marte al cha-cha-chá”, decía el tema musical que Resortes, como el plomero Marciano bailaba en una pista futurista —es un decir— al lado de su novia Saturnina, Evangelina Elizondo).


Aprovechando la novedad del flamante Volkswagen, que llegó a nuestro país en ese 1955, el filme copiaba un modelo similar pero con motor de avión, y Resortes, ataviado con un traje de hoja de lata, en recuerdo de El mago de Oz (Fleming, 1939), desataba su humor espasmódico y sus dotes bailables en un filme donde los “sabios” respondían a nombres como Larregué o Chingüengüenchón. Con Los platillos voladores el cine mexicano no alcanzaba un estrato ulterior del ridículo; había decidido ponerse al corriente tanto en materia de ritmos modernos como en apreciaciones científicas sobre contactos extraterrestres de primer tipo.

El cine nacional entraba de lleno a la ciencia ficción apoyado en tres vertientes, que oscilarían entre el abierto choteo y el humor involuntario absoluto. De entrada, el horror y los guamazos ligados a la fantasía se convertían en caballitos de batalla de varias cintas de luchadores, como La momia azteca, La maldición de la momia azteca y El robot humano, dirigidas por Rafael Portillo en 1957, seguidas por la serie de Neutrón (Curiel, 1960), Gigantes planetarios (Crevenna, 1965) y, como remate climático, Santo contra la invasión de los marcianos (Crevenna, 1966), una antología del más puro delirio fílmico.

Junto a los luchadores, casi todos los cómicos de los años cincuenta recurrirían a un híbrido de humor y fantasía —la segunda vertiente. Hubo un Viaje a la luna (Cortés, 1957) en plan de manicomio filmíco, con la ex desnudista Kitty de Hoyos, Arau y Corona, Tin Tan y Viruta y Capulina, y más tarde una aventura intergaláctica propia, Los astronautas (Zacarías, 1960), junto con la Peluffo —y sus desnudos artísticos—, y el Piporro le hizo la segunda en La nave de los monstruos (1959), según los imaginativos argumentos de José María Fernández Unsaín.


Finalmente, el tercer nivel aparecería en ámbitos cotidianos o extragalácticos. Arturo de Córdova conseguía moverse entre el melodrama policiaco y la fantasía científica en El hombre que logró ser invisible (1957), de Alfredo B. Cervenna, el mayor cultivador del género, en tanto que en la capital y en el pueblo de Chalchihuites, Resortes y Elizondo le tupían al chachachá y pasaban por extraterrestres alivianados.

En el universo de la ciencia ficción mexicana, los científicos eran comprensivos (Andrés Soler) y las marcianitas tenían muslos suculentos y entallados trajes que delataban sus cuerpos sinuosos, como en Gigantes planetarios y El planeta de las mujeres invasoras (Crevenna, 1968); los invasores extraterrestres no sólo hablaban castellano con acento madrileño, sino que vestían atuendos grecorromanos o escafandras de buzo, y los monstruos eran clara muestra de la peor serie Z (“No son marcianos, son méndigos”, clamaba Clavillazo en El conquistador de la luna).

Aparecen en las tramas un lenguaje seudocientífico, la preocupación por la energía atómica y el mal uso de la ciencia, tema ya sugerido en La sombra vengadora (Baledón, 1954). Consciente de su pobreza de medios, de su inmediata baratura y su desmedida tendencia a la acumulación, la ciencia ficción hecha en México, más allá del choteo, el chiste menso y sus esculturales extraterrestres, parece tener como fin último el mensaje pacifista de una obviedad conmovedora (“Amaos los unos a los otros”), como lo muestra el futuro Tío Gamboín en una secuencia en la que, desgañitándose en la televisión, transmite un hipotético fin del mundo en ese universo del más delicioso exceso.

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Parricidio y Edad Media

Por Michel Foucault
Surveiller et punir, Gallimard, 1975

Damiens fue condenado, el 2 de marzo de 1757, a «pública retractación ante la puerta principal de la Iglesia de París», donde debía ser «llevado y conducido en una carreta, desnudo, en camisa, con un hacha de cera encendida de dos libras de peso en la mano»; después, en dicha carreta, a la plaza de Grève, y sobre un cadalso que allí habrá sido levantado [deberán serle] atenaceadas las tetillas, brazos, muslos y pantorrillas, y su mano derecha, asido en ésta el cuchillo con que cometió dicho parricidio [por ser contra el rey, a quien se equipara al padre], quemada con fuego de azufre, y sobre las partes atenaceadas se le verterá plomo derretido, aceite hirviendo, pez resina ardiente, cera y azufre fundidos juntamente, y a continuación, su cuerpo estirado y desmembrado por cuatro caballos y sus miembros y tronco consumidos en el fuego, reducidos a cenizas y sus cenizas arrojadas al viento.
Finalmente, se le descuartizó, refiere la Gazette d’Amsterdam. Esta última operación fue muy larga, porque los caballos que se utilizaban no estaban acostumbrados a tirar; de suerte que en lugar de cuatro, hubo que poner seis, y no bastando aún esto, fue forzoso para desmembrar los muslos del desdichado, cortarle los nervios y romperle a hachazos las coyunturas […].
Aseguran que aunque siempre fue un gran maldiciente, no dejó escapar blasfemia alguna; tan sólo los extremados dolores le hacían proferir horribles gritos y a menudo repetía: «Dios mío, tened piedad de mí; Jesús, socorredme». Todos los espectadores quedaron edificados por la solicitud del párroco de Saint-Paul, que a pesar de su avanzada edad, no dejaba pasar momento alguno sin consolar al paciente.
Y el exento [oficial de ciertos cuerpos, inferior al alférez y superior al brigadier] Bouton:
Se encendió el azufre, pero el fuego era tan pobre que sólo la piel de la parte superior de la mano quedó no más que un poco dañada. A continuación, un ayudante, arremangado por encima de los codos, tomó unas tenazas de acero hechas para el caso, largas de un pie y medio aproximadamente, y le atenaceó primero la pantorrilla de la pierna derecha, después el muslo, de ahí pasó a las dos mollas del brazo derecho, y a continuación a las tetillas. A este oficial, aunque fuerte y robusto, le costó mucho trabajo arrancar los trozos de carne que tomaba con las tenazas dos y tres veces del mismo lado, retorciendo, y lo que sacaba en cada porción dejaba una llaga del tamaño de un escudo de seis libras [moneda de la época].
          Después de estos atenaceamientos, Damiens, que gritaba mucho aunque sin maldecir, levantaba la cabeza y se miraba. El mismo atenaceador tomó con una cuchara de hierro del caldero mezcla hirviendo, la cual vertió en abundancia sobre cada llaga. A continuación, ataron con soguillas las cuerdas destinadas al tiro de los caballos, y después se amarraron aquellas a cada miembro a lo largo de los muslos, piernas y brazos.
          El señor Le Breton, escribano, se acercó repetidas veces al reo para preguntarle si no tenía algo que decir. Dijo que no; gritaba como representan a los condenados, que no hay cómo se diga, a cada tormento: «¡Perdón, Dios mío! Perdón, Señor». A pesar de todos los sufrimientos dichos, levantaba de cuando en cuando la cabeza y se miraba valientemente. Las sogas, tan apretadas por los hombros que tiraban de los cabos, le hacían sufrir dolores indecibles. El señor Le Breton volvió a acercársele y le preguntó si no quería decir nada; dijo que no. Unos cuantos confesores se acercaron y le hablaron buen rato. Besaba de buena voluntad el crucifijo que le presentaban; tendía los labios y decía siempre: «Perdón, Señor».
          Los caballos dieron una arremetida, tirando cada uno de un miembro en derechura, sujeto cada caballo por un oficial. Un cuarto de hora después, vuelta a empezar, y en fin, tras de varios intentos, hubo que hacer tirar a los caballos de esta suerte: los del brazo derecho a la cabeza, y los de los muslos volviéndose del lado de los brazos, con lo que se rompieron los brazos por las coyunturas. Estos tirones se repitieron varias veces sin resultado. Fue preciso poner otros dos caballos delante de los amarrados a los muslos, lo cual hacia seis caballos. Sin resultado.
          En fin, el verdugo Samson marchó a decir al señor Le Breton que no había medio ni esperanza de lograr nada, y le pidió que preguntara a los Señores si no querían que lo hiciera cortar a pedazos. El señor Le Breton acudió de la ciudad y dio orden de hacer nuevos esfuerzos, lo que se cumplió; pero los caballos se impacientaron, y uno de los que tiraban de los muslos del suplicado cayó al suelo. Los confesores volvieron y le hablaron de nuevo. Él les decía (yo lo oí): «Bésenme, señores». Y como el señor cura de Saint-Paul no se decidiera, el señor de Marsilly pasó por debajo de la soga del brazo izquierdo y fue a besarlo en la frente. Los verdugos se juntaron y Damiens les decía que no juraran, que desempeñaran su cometido, que él no les recriminaba nada; les pedía que rogaran a Dios por él, y recomendaba al párroco de Saint-Paul que rezara por él en la primera misa.
          Después de dos o tres tentativas, el verdugo Samson y el que lo había atenaceado sacaron cada uno un cuchillo de la bolsa y cortaron los muslos por su unión con el tronco del cuerpo. Los cuatro caballos, tirando con todas sus fuerzas, se llevaron tras ellos los muslos, a saber: primero el del lado derecho, el otro después; luego se hizo lo mismo con los brazos y en el sitio de los hombros y axilas y en las cuatro partes. Fue preciso cortar las carnes hasta casi el hueso; los caballos, tirando con todas sus fuerzas, se llevaron el brazo derecho primero y el otro después.
          Una vez retiradas estas cuatro partes, los confesores bajaron para hablarle; pero su verdugo les dijo que había muerto, aunque la verdad era que yo veía al hombre agitarse, y la mandíbula inferior subir y bajar como si hablara. Uno de los oficiales dijo incluso, poco después, que cuando levantaron el tronco del cuerpo para arrojarlo a la hoguera estaba aún vivo. Los cuatro miembros, desatados de las sogas de los caballos, fueron arrojados a una hoguera dispuesta en el recinto en línea recta del cadalso; luego el tronco y la totalidad fueron en seguida cubiertos de leños y de fajina, y prendido el fuego a la paja mezclada con esta madera. […]
          En cumplimiento de la sentencia, todo quedó reducido a cenizas. El último trozo hallado en las brasas no acabó de consumirse hasta las diez y media y más de la noche. Los pedazos de carne y el tronco tardaron unas cuatro horas en quemarse. Los oficiales, en cuyo número me contaba yo, así como mi hijo, con unos arqueros a modo de destacamento, permanecimos en la plaza hasta cerca de las once.
          Se quiere hallar significado al hecho de que un perro se echó a la mañana siguiente sobre el sitio donde había estado la hoguera y, ahuyentado repetidas veces, volvía allí siempre. Pero no es difícil comprender que el animal encontraba aquel lugar más caliente.

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Boots

The Wandering Eye: These Boots are Made for Kicking Ass  

Gordon von Steiner zeros in on the beat-up, winterized boots that this season's sharpest men are pulling on
PHOTOGRAPHS BY GORDON VON STEINER
November 11, 2010



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Enemigo de don Nadie

Por Javier Cercas
El País Semanal N° 1.781

1 El 14 de junio de 1853, en una carta a Louise Colet, Gustave Flaubert escribe: "Se puede calcular lo que vale un hombre por el número de sus enemigos, y la importancia de una obra de arte por los ataques que recibe". La frase, uno más de los desahogos de Falubert contra los críticos ("cosa rara", le escribe en 1876 a Eugene Fromentin. "Un crítico que entiende de lo que habla"), resuena de entrada con el tintineo de la verdad. Ladran, luego cabalgamos, dice el dicho: su un político es un don Nadie, nadie lo ataca; si un empresario es un don Nadie, nadie lo ataca; si un escritor es un don Nadie, nadie lo ataca. No somos alguien porque alguien nos ama o nos pareció o siente simpatía por nosotros, sino porque alguien nos ataca o nos odia, o al menos porque alguien nos critica. El dicho es repugnante -de ahí, me temo, el tintineo-, aunque nadie puede asegurar que contenga toda la verdad. Sin embargo, pocos se han atrevido a refutarlo. Ferlosio se atrevió: según él, es falso que sólo si nos ladran cabalgamos porque el mundo está lleno de obtusos y suspicaces que le ladran al primero que pase, por insignificante que sea; también es falso porque ahí está Cervantes, que lleva siglos cabalgando en cabeza "sin haber oído hasta la fecha, a lo largo de tantas y tan accidentadas leguas de camino, ni tan siquiera el más leve gruñido". El primer argumento es irrefutable; no estoy seguro de que lo sea el segundo: Cervantes encajó tantos desprecios y oyó tantos ladridos en la vida que aprovechó la segunda parte del Quijote para defenderse de ellos. De todos modos es probable que en el fondo Ferlosio tenga razón; en la literatura y en la vida: al fin y al cabo en la Europa de 1940 -digamos- un judío tenía una cantidad considerable de enemigos, aunque fuera un don Nadie, y cuatro años después Adolf Hitler era el hombre con más enemigos del mundo, aunque no parezca el compañero ideal para tomar unas copas.

2 Salvo en los chistes de Gila, el enemigo goza de una mala fama indestructible. Es injusto: deberíamos respetar a nuestros enemigos casi tanto como a nuestros amigos, porque los amigos nos estimulan a veces, pero lo enemigos nos estimulan siempre, obligándonos a mantener alta la guardia para que no nos amarguen la vida; también deberíamos escucharlos con atención, porque sus juicios sobre nosotros son muchas veces más atinados que nuestros propios juicios. Así que quizá podamos prescindir a ratos de nuestros amigos, pero no podemos prescindir de nuestros enemigos; o mejor dicho: la única manera de prescindir de ellos es que ellos prescindan de nosotros. Para conseguirlo lo primero que hay que hacer es identificarlos, cosa no siempre fácil, porque nuestros verdaderos enemigos son discretos y silenciosos, y a veces se mimetizan con nuestros amigos; lo segundo que hay que hacer es entenderlos, o por lo menos no odiarlos, porque el odio nos impide juzgarlos y porque entenderlos significa entender también que un hombre que ataca es un hombre que se alivia. Si uno combate a un terrorista pensando que el terrorista es un demonio, ha perdido el combate: sólo se le puede combatir entendiendo sus razones, entendiendo por qué, para él y para mucha gente como él, un terrorista no es un demonio sino un ángel, igual que Hitler fue un ángel para millones de personas. Hay amistades íntimas y enemistades más íntimas que cualquier amistad, y uno debería ser capaz de penetrar en la mente de sus enemigos mejor de lo que penetra en la de sus amigos; también –lo que casi nunca es posible- debería ser capaz de elegirlos, porque nuestros enemigos nos defienden mejor que nuestros amigos; sobre todo debería ser capaz de compadecerlos y, si hay mucha suerte, de ayudarles en el infortunio, porque esa es la forma más cruel de vengarse de ellos. Por lo demás, diga lo que diga Flaubert, un crítico no es un terrorista, aunque a algunos críticos les halagaría parecerlo; no hay que halagarlos, porque lo que de verdad nos duele no son sus críticas sino el hecho de que nos las repitamos en secreto: uno puede defenderse de los demás, pero no puede defenderse de sí mismo. Por eso tampoco hay que molestarse nunca por una mala crítica: lo que hay que hacer es encajarla con elegancia; si esto no es posible, siempre se puede contratar por un módico precio un par de sicarios dispuestos a convertir al crítico en hamburguesas.

3 Releo lo anterior y advierto con tristeza que no son más que bobadas. Lo retiro. Lo retiro todo. O casi todo (lo del par de sicarios no lo retiro). ¿A qué viene esto de elogiar al enemigo? ¿Se me habrá aflojado un tornillo? ¿Me estaré volviendo Testigo de Jehová? La verdad de la verdad es que lo único serio que puede decirse sobre este asunto es lo que en su lecho de muerte le dijo el general Naváez al confesor que tratada de salvar su alma exhortándole a que perdonase a sus enemigos. “No puedo”, contestó el general. “Los he matado a todos”. •


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Jackets



Gordon von Steiner turns his lens to this season's badass essential: A tougher, worn-in jacket with some 'tude


PHOTOGRAPHS BY GORDON VON STEINER
November 2, 2010
Street Style



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